Cucaracha

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   Me tenía harto con su obsesión por la limpieza, pero a pesar de que siempre tenía un motivo para retarme, no dejo un solo momento de pensar en ella. Ese fatídico día que apareció esa cucaracha, Mariel decidió irse. Nunca supe si fue por ese asqueroso insecto que nos estaba esperando o por mí.

     No me estaban yendo muy bien las cosas en la mercería habían bajado las ventas y debíamos recortar el presupuesto familiar. ¿Cómo explicarlo? Las mujeres ya no se dan maña con la costura como las de antes, ahora todas compran sus prendas por internet y cuando se rompen las tiran y listo.

    Lo que más me dolió fue lo repentino, no me dio tiempo a reaccionar ni a decirle que la amaba y que estaba dispuesto a cambiar. Quería decirle que no dejaría más las ropa tirada, que no iba a ver más la montaña de puchos en el cenicero, que prometía sacar la basura todos los días, a lavar los platos y si eso fuera poco, a bañarme al menos dos veces por semana aunque fuese invierno.

    Se fue de golpe con los chicos a la casa de la madre sin decir palabra, ni siquiera me dejo una nota para explicarme su decisión.  Se llevó a mis hijos como quien se lleva una cosa que es de su única propiedad.

     Creo que debía haberme dado cuenta antes, a veces siento que alunicé en la luna de Valencia con escafandra y todo. Estaba ciego por ella. Mariel se enfurecía cuando se me caía alguna miga al piso, o cuando dejaba la vajilla sucia en la pileta. Yo no entendía porque se ponía tan mal, si desde que era soltero mi actuar siempre había sido el mismo. Pero la mecha se encendió cuando abrimos la puerta del departamento y en el mismo instante en que prendíamos la luz esa cucaracha se quedó inmóvil frente a nosotros, mirándonos desafiante, como esperando un gesto de nuestra parte para actuar. Ella sacudió sus antenitas tratando de adivinar nuestra reacción y de inmediato se escondió dentro de la fuente de frutas que tenemos sobre la mesa. Mariel pegó un grito igual al de Jane llamando a Tarzán en medio de la selva. Yo no sabía que les tenía fobia a esos bichitos inmundos. Se fue al dormitorio, agarró la valija que usamos para irnos de vacaciones a San Clemente y partió con los puesto. Los chicos no entendían nada, no se daban cuenta que esa era una decisión definitiva y que a partir de esa indeseada aparición nuestras vidas iban a cambiar para siempre.

    Al otro día la llamé por teléfono, le dije que yo no tenía la culpa, que iba a tirar Gamexane e iba a limpiar todo el departamento con lavandina. Le supliqué, pero ella me desoyó. Al parecer esa cucaracha había sido la gota que rebalsó el vaso de nuestro desamor, o quizás… fue su mejor excusa para tomar la terrible decisión de dejarme solo.

    Mariel me dijo que mejor era dejar todo como estaba, que yo podía vivir entre la mugre si me daba la gana y que era en cierta forma el responsable de la separación.

    Esa misma tarde, cuando cerré el local, me fui a la ferretería a buscar todo lo necesario para poder dejar lo más pulcro posible nuestro hogar. Debía recuperarla sea como sea. Compré insecticidas, desinfectantes, tramperas y demás yerbas para pulverizar por completo a mi pequeño gran enemigo. Antes de preparar la cena comenzó la gran batalla. baldeé el living, la cocina y los baños con una dilución fuertísima que me había recomendado el ferretero. No se podía respirar, a cada rato tenía que salir al balcón para recuperarme. Abrí todas las ventanas para ventilar y me fui a fumar a la vereda para hacer tiempo y que hiciera efecto la pócima. Al rato volví con la esperanza de que el departamento estuviese bien desinfectado. Abrí la puerta, prendí la luz y… me volví a encontrar con esa cucaracha podrida saltando entre las naranjas y las bananas. Ella me miraba, yo sabía que ella se daba cuenta del daño que me había ocasionado. Sabía que un insecto que había sobrevivido a guerras, terremotos y todo tipo de catástrofes desde tiempos inmemoriales no podía ser un bicho estúpido. Me quité una zapatilla, me acerqué sigiloso y empecé a los golpes sobre la frutera, sobre la mesa y sobre el piso con la intención de hacerla mierda. Golpe va… golpe viene… necesitaba aniquilarla, pero no tuve éxito. La cucaracha era más lista que yo, justo en el momento que la tenía atrapada entre el zócalo de la pared y la alacena, pegó un brinco y se zambullo por debajo de la heladera. Recogí las frutas que había desparramado por toda la cocina, las enjuagué y me fui a dormir sin cenar. Estuve despierto mucho tiempo comprendiendo que de alguna forma yo, al haber sobrevivido vendiendo hilo de coser y agujas a todas las crisis económicas de la Argentina, también era una especie de cucaracha. Esa noche tuve una horrible pesadilla. Fue algo parecido a un libro que me habían obligado a leer en el colegio, la Metamorfosis de un tal Kafka. Un miserable al que todo el mundo odiaba y se convertía en una especie de cascarudo sumido en la vergüenza. Ni la familia tenía compasión por su transformación y hasta los hijos le arrojaban naranjas que se incrustaban en el cascaron. Ese tipo que se había convertido en un insecto esta vez era yo. Me veía con mis brazos con puntas ganchudas y peludas acariciando mi cabeza chata con mis ojos sobresalidos y mi boca en forma de serrucho afilada y negra con filamentos que se movían para todos lados buscando algo con qué alimentarme. Mis seis patas se agitaban y me desplazaba por todo el departamento escapando de la chancleta de Mariel que trataba de aplastarme. Me sobresalté. Por un instante pensé que me había intoxicado y por eso tenía esas alucinaciones.

     Después de esa pesadilla estuve desvelado un par de horas hasta que fui a recorrer toda la casa para ver si la encontraba. La baranda a veneno era insoportable. Corrí la heladera con todas mis fuerzas con la ilusión de encontrarla dormida. Abrí todos los cajones y saqué todas las cacerolas y demás utensilios hasta que quedé rendido en el medio de la cocina. Ya no daba más. No podía darme cuenta si realmente quería exterminar a ese insecto o si había empezado a enloquecer por haber perdido el gran amor de mi vida. Estaba seguro de que todo era mi culpa, yo era un descuidado y esos descuidos había sido la razón de que me dejara. No había necesitado una pala para cavar mi propia tumba.

     Amanecí en posición fetal rodeado de cacharros. La claridad hizo que abriera mi ojo izquierdo. Ella estaba ahí, a solo quince centímetros de mi cara, con sus patitas para arriba y sus alas para abajo, miraba el techo. Estaba muerta. Lo había logrado, pero me dio mucha pena. Lloré hasta con el alma, a pesar de haber cumplido con mi objetivo. La había aniquilado solo por venganza. Ahora debía recuperar a mi familia.

   Eran las seis y media de la mañana, apenas entraba el sol por la ventana. Tomé el celular y llamé a Mariel, deduje que los chicos se estarían preparando para ir a la escuela.

Ella no me contestó, le mandé un WhatsApp y me di cuenta de que me había bloqueado. Me sentí una cucaracha más. Era el fin. Pensé en tomarme de un trago lo que quedaba en la botella del insecticida y pasar a mejor vida. Lo pensé dos veces, o quizás tres.  Me di cuenta de que no valía la pena. Ella no se merecía eso. Preferí tomar con mis garras peludas una manzana y con un mordisco iniciar el día con un excelente desayuno.

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