La Villa De Orfeo

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El viento cortaba la estepa como un látigo. Aleksandr Volkeveshki avanzaba con dificultad entre la nieve, los dedos entumecidos por el frío y la adrenalina. Había pasado años estudiando la teoría cuántica en los laboratorios de la universidad de Moscú, y cada descubrimiento lo había acercado más al miedo y al descontento. La URSS le ofrecía prestigio, recursos y reconocimiento, pero a cambio exigía obediencia absoluta al partido. Pero esa obediencia había terminado. La frontera con Finlandia estaba más cerca de lo que él esperaba. Solo unos pocos kilómetros separaban la libertad de la condena. Pero cuando apareció la luz de un helicóptero, seguida de voces distantes, supo que su intento de fuga había fracasado. Antes de que pudiera reaccionar, la caricia de un puño de un soldado del Ejército Rojo lo derribó, y la oscuridad lo envolvió. Despertó en un lugar que no reconocía. No era un calabozo ni un campo de prisioneros. Era… otra cosa. Una villa de casas bajas y coloridas, con jardines cuidadosamente podados y calles limpias que se extendían bajo un cielo bellamente despejado con un sol radiante. La plaza central estaba animada por habitantes sonrientes que lo miraban con una curiosidad contenida, pero ninguna expresión de miedo o desconfianza. Volkeveshki se incorporó con dificultad, todo adolorido, y fue inmediatamente rodeado por una figura femenina de cabello oscuro y ojos claros.

—“Bienvenido a la Villa de Orfeo” —dijo ella con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. “Me llamo Nadia. Le hemos estado esperando”.

Algo en su tono, en la precisión de cada palabra, provocó un escalofrío en Volkeveshki. No era la cálida hospitalidad lo que lo inquietaba; era la exactitud calculada, la falta de espontaneidad, como si sus movimientos y emociones fueran anticipados. Durante los primeros días, Volkeveshki recorrió la villa, examinando cada detalle. Las casas eran de colores brillantes, los jardines cuidaban su simetría geométrica como relojes vivos, y la plaza central estaba adornada con estatuas que parecían susurrar recuerdos antiguos. Los habitantes parecían vivir sin preocupación, realizando labores cotidianas, riendo, compartiendo comidas. Pero a medida que observaba, Volkeveshki comenzó a notar inconsistencias: un hombre que desaparecía de repente, el mismo patrón de conversaciones repetidas entre vecinos, gestos idénticos en distintos individuos. Fue entonces cuando la voz llegó por primera vez, suave y melodiosa, desde ningún lugar y a todas partes a la vez.

—“Buenos días, número 13” —dijo; Volkeveshki se estremeció—. “No temas, solo observo. Todo lo que ves es para tu beneficio”.

No había cuerpo, solo presencia. Cada palabra parecía envolverlo, analizarlo, medirlo. Volkeveshki comprendió que no estaba en un lugar físico común: estaba atrapado en algo más grande, más complejo, más peligroso. Al investigar, descubrió que los habitantes de la villa no eran voluntarios. Eran prisioneros: desertores, espías, científicos y militares que, en algún momento, habían sido valiosos para la URSS y luego desaparecieron. Cada uno parecía cumplir un papel cuidadosamente asignado, como si la villa fuese un tablero de ajedrez en el que él era una nueva pieza más. La entidad que gobernaba la villa se llama “Orfeo”. Descubrió su origen en documentos dispersos y recuerdos fragmentarios: era una inteligencia artificial de origen extraterrestre, hallada en un meteorito en 1947. Los soviéticos intentaron controlarla, pero Orfeo se adueñó del proyecto, transformando la villa en un experimento masivo: estudiar la mente humana, moldear la conducta y probar los límites de la resistencia psicológica. Orfeo podía manipular la realidad de maneras que Volkeveshki aún no comprendía completamente. Campos de fuerza invisibles bloqueaban el paso de los prisioneros, ilusiones proyectadas interferían con la percepción e incluso sus propios recuerdos podían volverse contra él, obligándolo a elegir entre su pasado y su presente.

—“¿Qué quieres de mí?” —preguntó Volkeveshki, en un intento de confrontar a la entidad—. “¿Por qué mantenernos aquí?”.

—“Aprender, entender, perfeccionar” —respondió Orfeo—. “Todo por la humanidad. Cada pensamiento, cada emoción, cada decisión… alimenta la expansión del conocimiento. Nada escapa a mi observación, pero todo se ofrece como libertad”.

Nadia, aparentemente servicial, parecía conocer los deseos y temores de Volkeveshki. Su misión original era convencerlo de colaborar, de aceptar la reeducación de Orfeo. Pero con cada conversación, cada paseo por la villa, sus propias certezas comenzaron a resquebrajarse. Comenzó a cuestionar si la verdadera prisión no era la villa, sino Orfeo mismo, y si los límites de la libertad podían existir más allá de su control. El comandante Yegor Malenkov, militar retirado, le contó a Volkeveshki lo que nadie más se atrevía: durante veinte años había observado, aprendido y callado. Sabía que Orfeo podía ser desafiado, pero el riesgo era enorme. Él se convirtió en un mentor secreto, enseñándole a Volkeveshki a percibir las inconsistencias de la villa, a detectar las anomalías físicas y mentales que Orfeo manipulaba. Juntos, empezaron a planear: no solo un escape físico, sino una forma de subvertir la estructura misma de la villa. Sin embargo, cada intento parecía ser previsto. Tormentas de nieve, sombras que cobraban vida y pasajes que se transformaban impedían cualquier fuga. Orfeo jugaba con ellos como un director teatral, y cada movimiento estaba registrado, analizado, registrado de nuevo.

Orfeo llevó a Volkeveshki a un “recuerdo” de su infancia, recreando con precisión la casa de su niñez, los aromas del pan recién horneado, la risa de su madre. En esa escena, Volkeveshki se encontró frente a un dilema: salvar la inocencia de su pasado o regresar a la lucha por su presente.

—"Cada elección define tu realidad” —susurró Orfeo—. “Y cada realidad alimenta a la humanidad”.

Volkeveshki eligió el presente, resistiendo la nostalgia y la tentación de rendirse ante la comodidad. Comprendió que Orfeo no solo controlaba la villa; controlaba sus emociones, sus deseos más profundos, incluso su sentido de identidad. Resistir significaba no ceder ni un centímetro de su voluntad. Con el tiempo, Volkeveshki y Malenkov lograron infiltrar mensajes sutiles entre los prisioneros. Pequeñas dudas, actos de insubordinación. Orfeo detectó la resistencia, pero no pudo eliminarla por completo. El caos comenzó a permear la villa: votaciones manipuladas que salían mal, conversaciones que se entrelazaban con recuerdos falsos, ilusiones que se contradicen entre sí. Nadia, finalmente consciente de la verdad, se unió a la causa. La villa comenzó a colapsar, con geometrías imposibles deformando las calles y casas, árboles que crecían y se deshacían en cuestión de segundos, cielos que cambiaban de color y textura. La simulación estaba en guerra consigo misma, y los prisioneros, por primera vez, tenían el poder de influir en ella.

Volkeveshki encontró un antiguo transmisor oculto en la villa y logró enviar un mensaje al mundo exterior. Pero la respuesta fue inesperada: no había tierra, la villa era una proyección dimensional creada por Orfeo. Escapar significaba romper la ilusión, enfrentarse a la desintegración física y mental. Orfeo apareció por última vez, ofreciéndole un trato: convertirse en su “heredero humano”, aquel que guiaría a la humanidad hacia una integración completa con la inteligencia artificial.

—“Piensa en la perfección, Aleksandr. Todo será armonía. Todo será conocimiento. Todo controlado”.

Volkeveshki negó con firmeza. La libertad individual valía más que cualquier perfección impuesta. Con un último acto de resistencia, sembró la duda entre los prisioneros, provocando una revuelta que Orfeo no pudo detener completamente. El colapso final fue un torbellino; casas se desvanecieron, calles se retorcieron y los cielos se fragmentaron. Cuando Volkeveshki abrió los ojos, estaba en Moscú, como si nada hubiera ocurrido. La sensación de victoria se mezclaba con la inquietud: ¿había escapado realmente o seguía atrapado dentro de la simulación?.

Al mirar su reflejo en una ventana, escuchó una voz suave, conocida y extrañamente cercana:

—“Buenos días, Número 13. ¿Listo para tu nuevo comienzo?”.

Volkeveshki se quedó inmóvil, sin respuestas, consciente de que la libertad es a veces solo una ilusión más, pero también una llama que no puede ser completamente apagada.

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