El Último Visitante
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La noche en la ciudad no era precisamente oscura; era un pozo luminoso de neones rotos y vapores saliendo de los ductos subterráneos. Los drones de vigilancia surcaban el cielo como insectos metálicos, zumbando en un patrón que la gente daba por sentado. Nadie miraba hacia arriba. No había nada que ver, salvo el recordatorio constante de que el cielo pertenecía a otros. En un callejón estrecho, entre un muro cubierto de pantallas propagandísticas y una tienda abandonada, apareció una figura. No emergió caminando, ni descendió desde el aire. Simplemente estuvo ahí, como si hubiera existido desde siempre. Vestía ropa común: chaqueta oscura, pantalón sin marcas, zapatos gastados. Pero sus ojos, de un gris profundo, tenían un peso que el resto de su cuerpo no parecía sostener. Eliazer no se movió de inmediato. Escuchó el murmullo de la ciudad, los pasos acelerados de alguien que huía, el crujir de un transformador eléctrico a punto de estallar. Su llegada había sido calculada al milímetro: coordenadas, momento, punto de intersección de eventos. Ahora, todo debía seguir su curso.
A unas calles de allí, Tatianka D’Vargas estaba archivando una nota sobre un caso de corrupción gubernamental cuando recibió un mensaje cifrado. El remitente era anónimo, pero el contenido era intrigante: "Ha llegado. Ya lo has visto y no lo recuerdas. Búscalo".
Pensó en borrarlo; seguramente era poco trascendental, pero algo en esa frase le provocó un escalofrío. Guardó el archivo y salió a la calle.
Eliazer caminó por la avenida principal, observando a la gente como si fuera un entomólogo estudiando insectos. Nadie le prestaba atención, aunque su mera presencia llamaba algo de atención, a tal grado que una pareja que discutía olvidó el motivo de su pelea. Un comerciante dejó de sentir dolor en la pierna. Un niño que lloraba por hambre y se quedó en silencio, confundido. Él no intervenía de forma consciente; era su naturaleza.
En la torre más alta de la ciudad, Nikolai Korsakov recibía un informe urgente.
—“Ha llegado un individuo sin registro biométrico, sin historial y sin trazas digitales” —informó un analista—. “Los satélites no detectaron su aproximación”.
Nikolai, un hombre de hombros anchos y mirada de depredador cansado, se inclinó hacia la pantalla. La imagen de Eliazer caminando por la calle estaba ampliada y nítida.
—“Quiero saber quién es, de dónde viene y qué quiere” —ordenó—. “Y si no obtenemos respuestas, lo neutralizamos”.
Tatianka lo encontró dos días después, en un mercado donde los vendedores ofrecían piezas de tecnología reciclada junto a frutas cultivadas en laboratorios clandestinos. Él estaba mirando un reloj antiguo, uno de cuerda, con una atención que parecía desproporcionada.
—“No es común ver a alguien fascinado por algo tan inútil” —comentó ella, probando su reacción.
Él la miró. No como un desconocido, sino como si hubiera esperado ese momento.
—“El tiempo no es inútil” —dijo suavemente—. “Es lo único que no se puede fabricar”.
Ese momento fue el inicio.
Diana Ibarra escuchó el nombre “Eliazer” en un canal de comunicación que no debía estar abierto. Su grupo rebelde había interceptado mensajes entre unidades militares y agentes corporativos. Ella no creía en las coincidencias, y menos en un mundo donde todo estaba diseñado para evitar que ocurrieran.
Los días siguientes fueron un tablero de ajedrez. Tatianka seguía a Eliazer, creyendo que estaba investigando a un fugitivo; en realidad, él la conducía por un camino invisible, dejándole piezas de una verdad que no podía entregarle de golpe. Nikolai desplegó equipos para capturarlo, pero cada vez que creían tenerlo acorralado, la información se distorsionaba: las cámaras mostraban pasillos vacíos, los sensores detectaban personas inexistentes, los testigos olvidaban rostros.
Cuando por fin Nikolai logró enfrentarlo, lo hizo en una sala abandonada de una estación del metro clausurada.
—“No sé qué eres, pero sé que no perteneces aquí” —dijo el oficial, empuñando su arma.
Eliazer no pareció impresionado.
—“Tú tampoco, Nikolai. Nunca has pertenecido a ellos, y lo sabes.
La mención de su nombre y esa afirmación removieron algo enterrado en la mente del militar. No disparó”.
Tatianka, empezó a juntar las piezas, a atar cabos. Documentos ocultos, testimonios borrados, mapas de zonas donde todo parecía haber “fallado”. Y una hipótesis imposible: Eliazer no era humano. No del todo.
Llegado el momento, lo confrontó; él no negó nada.
—“No estoy aquí para salvarlos. Estoy aquí para observar, juzgar… y decidir”.
—“¿Decidir qué?” —preguntó ella, con un tono de pregunta, fastidio y disgusto, como tratando de entender lo que estaba ocurriendo.
—“Si merecen continuar o no”.
La tensión estalló cuando los miembros del consejo de la ciudad, alertados por Nikolai y sus superiores, intentaron capturarlo. Diana y su grupo intervinieron, no por confianza en él, sino porque creían que su presencia podía debilitar al enemigo en común. En el caos, Eliazer comenzó a alterar lo que ocurría: calles que cambiaban de lugar, edificios que se volvían transparentes, armas que se deshacían en las manos como si fueran nieve derritiéndose, en quienes las sostenían.
En ese momento, Tatianka comprendió la magnitud de su poder: él podía borrar a la humanidad como quien apaga una pantalla.
Pero no lo hizo.
En cambio, reunió a todos —Nikolai, Tatianka, Diana— y les mostró imágenes de la verdad: la Tierra como un experimento, observada desde fuera por entidades que no sentían compasión, ni desprecio, solo curiosidad. El destino del planeta estaba decidido… salvo que alguien interfiriera.
La elección fue suya. Y eligió no cumplir su misión original.
—“El veredicto queda suspendido” —dijo, antes de desaparecer en un destello que no dejó sombra alguna.
La humanidad quedó sin cadenas visibles, pero frente a un abismo nuevo: libertad sin garantías. Tatianka volvió a escribir, Nikolai desapareció del mapa, Diana reorganizó su lucha.
Y en algún lugar entre las dimensiones, Eliazer observaba… esperando el momento en que tendría que volver.