La Última Luz De Apocalys
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“Nadie nace en Apocalys; se sobrevive”. Así lo había dicho Marcus desde los doce años, cuando vio el océano negro engullir el último bosque de piedra viva. Y, sin embargo, a sus cuarenta y tres, allí estaba: con el cuerpo cubierto de polvo sulfuroso, el corazón repleto de culpa y un propósito que lo mantenía con vida mucho después de haber perdido toda razón para seguir adelante, como le hubiera pasado a cualquiera en su lugar. Era un exiliado. No por crímenes comunes, sino por conocimiento. Había cuestionado las leyes energéticas del Consejo Supremo, desafiando la creencia establecida de que la materia de Apocalys estaba condenada, inerte, sin futuro. Y por atreverse a pensar lo impensable, lo arrojaron al yermo.
El yermo... Donde la tierra se retorcía como un ser medio vivo chamuscado y el cielo, siempre rojo, parecía lamentarse por todo lo que una vez fue; verde, azul y lleno de cantos.
Pero incluso allí, Marcus encontró rastros.
El primero fue una inscripción en las ruinas de un templo sumergido en la grieta de Karth. "Solo el fuego que crea puede quemar sin destruir". Una paradoja. Pero una que se repetía, grabada en paredes antiguas, en artefactos olvidados, en la memoria de satélites oxidados que orbitaban como fantasmas tecnológicos. Y luego vino el descubrimiento: un cilindro ígneo, enterrado bajo capas de obsidiana volcánica, ardía sin consumir. Una llama suspendida en una burbuja de cristal vivo. “La Llama de la Creación”, decían los fragmentos. Energía pura. Energía capaz de reiniciar procesos biológicos, de devolver a la tierra su fertilidad, de... devolver vida.
Pero no estaba solo.
La Llama estaba custodiada por una organización antigua y silenciosa, cuya existencia muchos negaban por miedo o ignorancia. Los Guardianes del Fuego. Una sociedad de exiliados, sabios, soldados y poetas que habían jurado proteger esa chispa desde los días en que el primer sol de Apocalys comenzó a morir.
Y su líder era ella. Lysa.
No era una guerrera en el sentido tradicional. No llevaba armadura, ni blandía armas. Pero su voz tenía filo, y sus ojos hablaban de siglos de vigilancia. Nadie sabía de dónde venía, ni de cuánto había visto. Marcus sospechaba que ni siquiera ella lo sabía ya con claridad. El primer encuentro entre ambos fue tenso. Él llegó con la intención de estudiar, no de robar. Lysa lo recibió con dos palabras: “No insistas”.
—“¿Vas a dejar que este mundo se pudra mientras cuidas una reliquia como si fuera un trofeo funerario?” —le espetó él.
—“La Llama no es tuya. Ni mía. Pertenece a lo que aún no ha nacido” —respondió ella, sin inmutarse.
Marcus entendió que el fuego no ardía solo en la cápsula de cristal. También ardía en ella.
A pesar del rechazo inicial, los días siguientes los encontraron dialogando en torno a antiguos manuscritos, planos astrofísicos y relatos orales sobre el origen de la Llama. Marcus, poco a poco, comprendió la lógica de los Guardianes. No eran conservadores. Eran vigilantes. Temían que el uso apresurado de la Llama pudiera destruir más de lo que curaría…Pero Apocalys no tenía tiempo.
La fractura del hemisferio norte se había extendido. Las fuentes de agua subterránea ya no filtraban. La atmósfera apenas podía sostener la fotosíntesis de los escasos cultivos que existían para apenas alimentar a la humanidad que subsistía en aquel mundo. Y en las ciudades flotantes del Sur, los humanos comenzaban a descomponerse por la radiación constante.
—“Usar la Llama no es un riesgo. Es la única opción” —dijo Marcus una noche, mientras observaban el resplandor lejano del campo de energía.
—“¿Y si ese fuego te consume a ti primero? —respondió ella.
Él no supo qué decir. Porque sabía que sí. Fue entonces cuando....
Uno de los suyos —un tal Varek— había seguido sus movimientos desde antes del exilio. Y ahora, con los informes transmitidos en secreto, un pequeño escuadrón del Consejo había descendido sobre la zona con una única orden: recuperar la Llama, usarla como fuente energética para los gobernantes y relegar la restauración ecológica a un proyecto secundario. La pelea fue breve, pero amarga. Marcus escapó con una herida en el hombro. Lysa mató con sus propias manos al comandante del escuadrón. Fue la primera vez que Marcus la vio temblar de rabia contenida.
—“No más ocultamientos” —dijo ella, con la voz ronca. —“Si quieren la llama, tendrán que verla arder con sus propios ojos”.
Juntos idearon un plan. No podían usar la Llama en su estado actual. La cápsula que la contenía no era estable. Solo en el corazón del Monte Errante —una antigua estructura— podía la Llama expandirse de forma controlada y surtir efecto sobre este planeta. El viaje no fue heroico. Fue cruel.
Las tormentas electromagnéticas los golpearon al cruzar los valles secos. Un enjambre de drones mineros, abandonados por sus antiguos dueños, intentó desintegrar su cápsula creyendo que era chatarra. En el último tramo, en los pasillos vivos del Monte Errante, encontraron las ruinas de una antigua civilización enterrada bajo silenciosos siglos.
—“¿Qué crees que ocurrió aquí?” —preguntó Marcus, tocando un mural que mostraba figuras arrodilladas ante un círculo incandescente.
—“Lo mismo que nos pasará si olvidamos para qué sirve el fuego” —dijo Lysa.
Cuando llegaron al centro del monte, todo era silencio. Allí donde debía liberarse. No como una explosión, sino como semilla. Marcus colocó la cápsula en el pedestal. Los sensores se activaron. Se proyectaron en el aire patrones antiguos de los Guardianes.
—“¿Estás seguro?” —preguntó ella.
—“No. Pero es ahora o nunca”.
Activó el mecanismo. La llama ascendió con fuerza. Pulsaba. Cantaba.
En segundos, el pulso se propagó. Primero por el monte, luego por los túneles, luego por la atmósfera misma. Como si fuera una onda de luz. Lysa cayó de rodillas. Marcus lloró.
Días después, desde el borde de un acantilado, vieron lo que nadie había visto en siglos. Verde. Brotes tímidos, asomando entre las rocas. Nubes condensando humedad real. Pájaros —o lo que Apocalys recordaba como pájaros.
La vida.
La llama no fue venerada. Fue cuidada. No se convirtió en un mito. Fue tratada como una responsabilidad. Apocalys no se curó en un día. Pero dejó de morir.
Y en lo profundo del monte, aún vibra aquella canción de fuego. Ahora como promesa.