El Testimonio De Los Vigilantes
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El universo parecía contener la respiración.
En el corazón del silencio esférico, donde ninguna señal podía escapar y donde incluso la radiación de los quásares era devorada por una quietud imposible, la humanidad había abierto una herida en su propio destino. Allí, suspendida entre galaxias como una lágrima translúcida que jamás caería, brillaba el “Ojo Infinito”. No era un planeta, ni mucho menos una estación, ni siquiera algún artefacto conocido. Era una esfera cristalina cuyo interior parecía contener reflejos de todos los cielos posibles, un anfiteatro de luz aguardando sin tiempo. Y allí, por primera vez desde antes del Big Bang, los Vigilantes se dejaron ver. Kelen Andrys se arrodilló en la plataforma flotante mientras la nave se aproximaba al Ojo. Sus manos temblaban sobre la reliquia que heredaba desde hacía diez generaciones: un fragmento de la mente de Edolon, el titán mecánico que alguna vez cargó civilizaciones enteras sobre su cuerpo.
El cristal oscuro que colgaba de su cuello pulsaba con pensamientos dormidos. A veces escuchaba susurros en un idioma que ningún ser humano había inventado. Otras veces, eran simples vibraciones, como un corazón que se negaba a dejar de latir.
—“¿Sientes que despierta?” —preguntó una voz a su lado.
Era Althea Mora, científica e historiadora de la expansión humana. Sus ojos eran tan grises como la niebla, y en ellos siempre había un brillo de duda, como si desconfiara incluso de la realidad misma.
Kelen asintió.
—“Nunca está del todo dormido. Y temo que, al entrar ahí, despierte más de lo que puedo controlar”.
Althea lo observó con ternura y alarma.
—“Tal vez lo necesitemos. Los Vigilantes no son árbitros neutrales. Sospecho que han tejido nuestra historia desde las primeras hogueras”.
Kelen se quedó callado. Había escuchado esas teorías: que los mitos de dioses antiguos, los mensajeros en sueños, incluso el Viajero que enseñó a los humanos a mirar más allá de la atmósfera, habían sido piezas de un tablero mayor. Pero enfrentarse a esa idea era como intentar morder la luz: inútil y doloroso.
La nave se detuvo. Ante ellos, el Ojo se abrió como una pupila infinita.
El anfiteatro estaba hecho de luz sólida. Los escalones eran constelaciones apagadas, las columnas estaban formadas por filamentos de nebulosas muertas y el techo era un firmamento que mostraba escenas de la historia humana como si fueran hologramas vivientes.
Y allí estaban ellos: los Vigilantes.
Eran gigantes sin forma definida, proyectando siluetas humanas de miles de metros envueltas en túnicas de estrellas extinguidas. Había matices en sus presencias: uno irradiaba compasión, otro gélida indiferencia, otro imponía el peso del tiempo mismo. Sus voces no eran voces, sino coros resonando dentro de cada átomo del lugar.
—“Humanidad”. —La palabra vibró en los huesos de Kelen—. “Todo lo que han sido, desde la chispa del fuego hasta el salto entre galaxias, ha sido observado. Ahora deben responder: ¿Son dignos de continuar en el ciclo cósmico, o deben ser borrados como tantos otros experimentos fallidos?”.
Kelen dio un paso al frente. El cristal de Edolon ardía contra su pecho.
—“Si he sido elegido para hablar” —dijo, con voz firme aunque el miedo le secaba la boca—, “entonces lo haré no solo en nombre mío, sino de todos los que soñaron antes que yo”.
Althea se colocó junto a él.
—“Y yo hablaré para recordar que ningún juicio es imparcial. Ni siquiera el de ustedes”.
Un murmullo recorrió el coro de los Vigilantes. Algunos destellaron con aprobación; otros con desdén.
Las imágenes comenzaron.
Se desplegaron como un río de memoria: el primer fuego encendido en una cueva, las pirámides bajo soles desconocidos, los telescopios apuntando hacia la negrura, las primeras colonias en Marte, los motores que rugieron hacia sistemas lejanos. Cada logro y cada catástrofe eran expuestos sin filtro, como si el universo entero fuese un tribunal.
Entonces apareció otra voz. Oscura, corrosiva, como un viento que devoraba oxígeno.
Del fondo del anfiteatro emergió una sombra con mil bocas. El aire tembló al nombrarlo: el “Devorador de Orbes”.
Estaba debilitado, fragmentado, pero aún conservaba el hambre de mundos enteros. Se inclinó hacia los Vigilantes como un monstruoso abogado.
—“No necesitan un juicio. La condena es evidente. Esta especie imita a los dioses que encuentra, roba sus fragmentos y los convierte en armas. ¿Qué otra cosa puede nacer de esa arrogancia sino más devoradores?”.
Las sombras se extendieron sobre las memorias humanas, corrompiéndolas: exploradores convertidos en conquistadores, templos transformados en fábricas de guerra, ciencia usada para fabricar destrucción.
Kelen sintió que la reliquia de Edolon se agitaba furiosa, como si quisiera responder.
Pero Althea levantó la voz.
—“¡Basta!” —Su eco resonó contra las paredes de luz—. “Ustedes ven arrogancia. Yo veo la voluntad de crear sentido en un cosmos indiferente. Si hemos imitado a los dioses, no ha sido por hambre, sino porque el silencio del universo exige una respuesta. ¿Acaso no es más noble arriesgarse a la locura que aceptar la quietud eterna?”.
El Compasivo entre los Vigilantes brilló tenuemente. El Implacable, en cambio, oscureció sus bordes.
De pronto, un destello brotó del cristal de Kelen. Una voz metálica, lejana y profunda habló a través de él:
—“Humanos... aún recuerdo su asombro cuando caminaron sobre mí. Soy Edolon, eco del titán que portaba civilizaciones. En ustedes vi fragilidad, pero también la chispa de lo imposible”.
Las memorias proyectadas cambiaron: se mostraron escenas de cooperación, de sacrificio, de manos extendidas hacia lo desconocido sin esperar recompensa. Una niña ofreciendo agua a un moribundo en una estación orbital, un explorador soltando el arma frente a una especie recién descubierta, un grupo de colonos eligiendo plantar semillas en un suelo envenenado para salvar a generaciones futuras.
—“Si hay condena en ellos, también hay compasión. En esa contradicción, encontré reflejo”.
Los Vigilantes guardaron silencio. El anfiteatro parecía contener una tensión insoportable, como si la realidad misma dudara entre fragmentarse o continuar.
El Arconte del Tiempo habló finalmente.
—“El dilema no tiene resolución única. Algunos de nosotros creen que su destino es el hambre. Otros ven en ustedes la semilla de algo nuevo”.
Las formas colosales se alzaron. El Ojo Infinito se agitó como un océano luminoso.
—“Así, dividimos su futuro. En algunos hilos del cosmos, serán arquitectos de nuevas galaxias. En otros, serán borrados antes de desgarrar el tejido que no comprenden”.
Kelen sintió un vértigo insoportable.
—“¿Entonces… cuál es el nuestro?”.
El Observador Frío respondió con una calma que dolía.
—“Eso nunca lo sabrán. Lo único cierto es que, a partir de hoy, en cada estrella sentirán nuestra mirada”.
Cuando Kelen y Althea regresaron a su nave, nada parecía distinto. El motor aún rugía, los controles aún respondían, y el espacio era el mismo océano oscuro. Pero al alzar la vista, percibieron lo inevitable: cada estrella titilaba con una presencia invisible, como si ojos eternos los contemplaran.
Althea cerró los ojos.
—“Quizás nunca sepamos si estamos en el universo de los salvados o de los condenados”.
Kelen apretó el cristal de Edolon contra su pecho.
—“Tal vez eso sea lo que significa estar vivo: caminar sin certeza, pero con la voluntad de seguir mirando hacia arriba”.
Y mientras el Ojo Infinito se cerraba detrás de ellos, la humanidad entera comprendió que su verdadera prueba no era sobrevivir, sino merecer ser recordada en la eternidad del cosmos.