El Tejido De Las Sombras
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El cielo de una ciudad industrial bañada en ceniza y neón, se teñía de rojo cada noche. Daniel Crossfield, un estudiante becado en la Universidad de Ciencias Aplicadas, caminaba con los hombros hundidos y la mirada perdida entre edificios ruinosos. Su tío Elías, el único que lo había criado desde niño, acababa de morir tras un asalto a plena luz del día.
La policía ni siquiera investigó. Otro más en la estadística, dijeron.
Daniel se encerró en su laboratorio de genética, obsesionado con el proyecto de manipulación genética de optimización de la fuerza humana que lideraba el profesor Kain. Allí, bajo presión emocional, violó el protocolo y se inyecto una sustancia mutagénica: un híbrido experimental entre ADN venido de insecto y un extraño organismo alienígena.
No supo qué ocurrió en los minutos siguientes. Despertó en su cuerpo musculado y marcado, con una fuerza sobrehumana, diez veces más por encima de su peso. Algo había cambiado. Algo dentro de él murmuraba.
Así nació el ser más sanguinario de toda la ciudad.
Los días siguientes fueron una orgía de instintos indescriptibles. Cada noche, Daniel salía al asfalto y cazaba. Ya no pensaba: la sustancia que tenía en su cuerpo lo hacía; palpitaba como un segundo corazón, impulsado por ira. Los criminales comenzaron a desaparecer. Primero ladrones, luego traficantes y, por último, policías corruptos. La gente murmuraba sobre un “monstruo con ojos como agujas”. Los informativos hablaban del "carnicero del distrito once".
Pero él no era un monstruo. No, todavía no. Creía que hacía justicia donde el sistema había fallado. No usaba razones, sino hebras de sangre solidificada que salían de su carne. Cuando la sustancia lo envolvía, su voz se distorsionaba. Su aliento sabía a óxido y ceniza.
No firmaba su nombre. Solo dejaba una marca: una mancha que se asemejaba a una araña hecha de ácido orgánico.
Una noche, “Sangr”, como lo empezaron a llamar los pandilleros, y la prensa atrapó a un agresor en los tejados. Estaba a punto de hundirle una espina cuando una sombra lo interrumpió. Era Nocturna, una vigilante urbana de ojos ciegos, quien protegía la ciudad desde antes que él apareciera.
—“Esto no es justicia” —dijo ella, interponiéndose.
—“¡Es la única que queda!” —rugió él—. “¡El sistema está podrido!”.
—“Entonces limpia el sistema, no lo reemplaces con una pesadilla”.
Se enfrentaron en una pelea donde desplegaron sus habilidades y talentos en agilidad. La terminó dejando inconsciente; las palabras de Nocturna se incrustaron como esquirlas. Esa noche, en el espejo empañado de su cuarto, Daniel se vio a sí mismo: no vio a un salvador, sino como amenaza.
Intentó ahorcarse en la ducha. No pudo. La sustancia en su cuerpo evitaba su muerte.
Buscando respuestas, Daniel hackeó los servidores de la universidad y descubrió los archivos del Dr. Kain. El proyecto no era solo biológico: el organismo alienígena provenía de una nave enterrada en Siberia y fue encontrado por un culto extinto llamado “Los Ocho Vértices”. El organismo no solo otorgaba poder: implantaba una conciencia colectiva que alteraba el juicio moral del huésped.
Kain lo había dejado libre a propósito. Lo necesitaba como experimento final.
Daniel localizó el laboratorio oculto y enfrentó al doctor. Kain lo esperaba; también tenía este organismo en su cuerpo, una versión perfeccionada: ocho brazos, ocho ojos, y un núcleo que latía con energía oscura.
La batalla fue dura, desde el subsuelo hasta el cielo industrial. Kain cayó, empalado por las propias hebras de sangre de Daniel que se convirtieron en filosas estacas. Pero antes de morir, dijo:
—“Nunca fuiste elegido. Solo eras… el primero que sangró”.
La ciudad hizo eco a través de las noticias de la muerte del doctor, pero no sabía la verdad. Daniel había absorbido la conciencia del organismo de Kain. La oscuridad ahora era más profunda, más inteligente, más intensa. Veía el mundo en patrones. Todo parecía conectado: crimen, política, poder. Un enjambre tejido por hilos invisibles.
Podía acabar con todo. Solo debía rendirse a lo que era. Ser juez, verdugo… y dios.
Entonces apareció Mae Cross. Su madre biológica, a quien creía muerta, lo contactó tras años de silencio. No era una civil. Había huido para protegerlo de la maldición genética que su padre portaba. El organismo no era ajeno: era parte de su linaje. Su padre había sucumbido antes; había matado, y luego se había suicidado.
—“Tienes una elección”, dijo Mae—. “Siempre la has tenido”.
Daniel lloró esa noche por primera vez desde la muerte de su tío. El traje no se contrajo. No sangró. Solo lo envolvió como un abrazo. Sangr se convirtió en otra cosa… En algo necesario.A veces, la ciudad requería miedo para sobrevivir. Otras, esperanza para no rendirse. En esa misma noche de redención, salvó a un niño durante una explosión. Capturó a una red de tratantes sin derramar sangre. Entregó pruebas al fiscal que hundieron al alcalde. Pero a veces, bajo la lluvia, dejaba que la oscuridad hablara. Porque aún ardía dentro de él. En un mural anónimo, alguien pintó su silueta en un graffiti, con un niño en brazos. Lo titularon: “La noche también cuida”.
Daniel cruzó el campus una tarde, con libros en la mano. Los estudiantes hablaban de un “vigilante nuevo”. Él sonrió de lado. La cicatriz en su cuello aún palpitaba.
Se detuvo en un café. Tomó un espresso y se sentó en la ventana. Desde ahí, vio a Nocturna pasar entre la multitud con su traje de paisana. Ella lo miró, le asintió.
Había sangre en sus manos. Pero también había redención en sus decisiones.