El Manuscrito De La Isla Devataan

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En el año de nuestro Señor de 1787, el doctor Edmund Wakefield, un renombrado naturalista británico, se embarca en una expedición hacia la inexplorada isla de Devataan, en el Atlántico sur. Había escuchado relatos de marineros y de las tribus indias locales sobre una criatura imposible, un ser que desafiaba toda explicación natural. Después de meses de preparación e insistiendo con el capitán del barco, aborda el HMS Valiant junto a un grupo de científicos y exploradores, incluyendo a Isabella Fortier, una naturalista francesa con un agudo sentido de observación y una fascinación secreta por los mitos oscuros. El viaje transcurrió sin incidentes hasta que llegaron a la isla. Al desembarcar, se encontraron con una espesa ciénaga y un aire pesado, cargado de humedad y, además, el inconfundible hedor de algo más. El pantano era denso, retorcido, como si la misma naturaleza hubiera sido alterada. Mientras avanzaban, Isabella notó extrañas marcas en los árboles: garras enormes, profundas, como si algo titánico los hubiese rasgado. Tras dos meses de exploración, hallaron una cueva cubierta de enredaderas negras. Al internarse, descubren una especie de santuario olvidado, donde inscripciones talladas en piedra mostraban figuras humanoides de piel escamosa, rodeadas de lo que parecían ofrendas humanas. En el centro de la caverna, atrapado en un caparazón de fango endurecido, yacía el cuerpo de un ser imposible. Era una amalgama de hombre lobo, reptil y algo más aún primitivo, cubierto de musgo y exudando una energía latente.

Wakefield, en su insaciable deseo de conocimiento, ordenó llevarlo al campamento. Isabella, sin embargo, no podía evitar un presentimiento ominoso. Durante la noche, mientras el grupo dormía, se despertó al sentir un escalofrío recorriéndole la espina. La criatura, aun inerte, parecía susurrarle en un idioma desconocido. A la mañana siguiente, Wakefield comienza a diseccionarlo. La piel de la criatura se regeneraba lentamente, como si no estuviera muerta del todo. Al abrir su cavidad torácica, encuentra un órgano palpitante, negro y brillante como obsidiana. Su sangre no era roja, sino de un tono verde oscuro, y cada gota que tocaba el suelo generaba un leve vapor. Wakefield anotó cada hallazgo en su cuaderno, maravillado, pero Isabella lo observaba con creciente angustia. La criatura no era solo un ente biológico, sino un ecosistema viviente, capaz de alterar la realidad a su alrededor. La primera desaparición ocurre al tercer día. Un explorador se esfuma sin dejar rastro, su tienda intacta y sus pertenencias sin tocar. Luego, los instrumentos metálicos comenzaron a corroerse en cuestión de horas. El aire se volvió más denso, cargado de un aroma fétido que antes no estaba allí.

Una noche, Isabella sueña con la criatura. Se vio a sí misma frente a ella, pero esta vez, sus ojos amarillos estaban abiertos, mirándola con una insondable inteligencia. En el sueño, la criatura le habló con una voz profunda y le reveló un secreto que la hizo despertar sobresaltada y empapada en sudor. Cuando corrió hacia la tienda de Wakefield, lo encontró inclinado sobre el cuerpo abierto de la criatura, con la mirada perdida. Había descubierto algo que no debía saber.

—“Isabella...” —susurra, sus manos temblorosas sosteniendo su pluma—. “Esto no es un animal. No es una bestia. Es algo que nunca debimos encontrar”.

Pero era demasiado tarde. La criatura ya se había despertado.

Una masa de musgo, escamas y garras emergió de la camilla de disección, incorporándose con un movimiento imposible. Los ojos amarillos de la criatura brillaban con malicia. Con un rugido gutural, se lanzó sobre Wakefield, destajándole la garganta con un movimiento rápido y letal. Isabella retrocedió, horrorizada, mientras la criatura se transformaba, expandiéndose, su carne moldeándose en nuevas formas, como si cada temor humano hubiera sido plasmado en su cambiante anatomía. Los supervivientes huyeron, pero la isla ya no los dejaría ir. La vegetación se cerró a su paso, el aire se volvió denso y sofocante. Uno a uno, fueron desapareciendo en la niebla. Isabella corrió hasta la orilla, con el manuscrito de Wakefield apretado contra su pecho, mientras sentía una presencia siguiéndola en la oscuridad. Logró subir a un bote y remar desesperadamente. Cuando miró atrás, la niebla cubría la isla por completo, como si nunca hubiera estado allí.

Años después, el manuscrito fue descubierto en un mercado de antigüedades en Londres. Su comprador, un historiador escéptico, pasó noches enteras descifrando los dibujos y anotaciones de Wakefield. Hasta que una noche, sintió un aliento húmedo y fétido detrás de él. La criatura había encontrado su camino de regreso a su testimonio.

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