Si Es Real, No Quiero Saberlo

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Desde que era niña, he amado dormir. Me fascinaba la expectativa de no saber a qué mundo fantástico iba a viajar cuando le diera paso al inconsciente. Jugaba con la idea de que cada sueño era real, que mi mente viajaba a otras realidades y yo podía vivir fragmentos de cada una de ellas. Sin embargo, esta idea comenzó a aterrorizarme cuando empezaron las pesadillas.

Al principio, eran las pesadillas comunes: monstruos, persecuciones, oscuridad... A veces todo junto. Sabía que era imposible que tales cosas existieran, pero no podía evitar paralizarme. Con el tiempo, aprendí a detectar las pesadillas. Aparecía una sensación que me recordaba que debía despertar, y de alguna manera, lo conseguía justo antes de que algo malo sucediera, como en las películas, cuando el héroe se salva al último segundo.

Así logré evitar los terrores del inconsciente, al menos hasta hace unos años. Las pesadillas dejaron de ser sobre monstruos inventados y cada vez eran más reales. Era como si se superaran a sí mismas noche tras noche. Dejó de asustarme ver las caras deformadas de los monstruos, sin párpados, mirándome con una sonrisa amplia, porque ahora daba igual que no fuera real; cuando se abalanzaban sobre mí y clavaban sus dientes en mi carne, lo sentía como si lo fuese. Daba igual que ahora pudiera gritar y correr, si no había dónde escapar.

La psiquiatra desestimó mi preocupación, argumentando que las pastillas podían provocar sueños más realistas, pero ella no entendía que esto superaba mi imaginación. Podía oír voces riendo en el fondo de mi mente, pavoneándose de su control sobre mí y de la incapacidad de los demás por ayudarme. Se reían, como si me dieran la bienvenida a mi propio infierno personal, y yo, por más que luchaba contra ello, no podía evitar dejarme caer y permitir que me sostuvieran.

Por eso, no tuve más opción que tomar las pastillas y cubrirme la cabeza con las mantas como un niño asustado, aunque sabía que debía protegerme de algo que no estaba en el exterior.

Mi mente despierta y puedo mirar alrededor. Sé que no estoy en mi habitación, pero no logro ver más allá de una niebla negra que me rodea. Consciente de los lugares oscuros que puede crear mi mente, decido enfocarme en recuerdos alegres, sonidos vivaces, olores intensos y sensaciones cálidas. Entonces cierro los ojos y me dejo caer hacia atrás, hundiéndome en una nube que poco a poco empieza a tomar la aspereza de un rosal. Cuando el vértigo finalmente aparece, me aferro a los tallos, demasiado aterrada como para mirar lo que hay abajo. Empiezo a subir, las espinas se clavan tanto en mis palmas que estoy convencida de que comienzan a salir por el dorso de ellas. No me fijo en mis manos, pues sé que para entonces ya serán solo trozos de carne sin forma, palpitantes y ardientes. Aprieto la mandíbula e ignoro el dolor.

Antes de darme cuenta, la escena ha cambiado y estoy en medio de un bosque. Las ramas crujen bajo mi paso y cada crujido resuena por mi cuerpo. Estoy segura de que algo no está bien, pero no caigo en la cuenta de qué. Todos los árboles que me rodean son idénticos, anormalmente simétricos y me dan la sensación de volver al punto de partida por más que avanzo. Un viento frío golpea mi nuca y me provoca escalofríos. Al girarme, me sorprende ver a mi hermana frente a mí. Su presencia sería reconfortante, sobre todo por su sonrisa inocente y su actitud calmada, pero cuando veo la pistola en su mano, mi pulso comienza a correr.

Le pido que suelte el arma y me acerco a ella con cautela, temiendo que se asuste y corra hacia el acantilado detrás de ella. Sin embargo, no me hace caso. Sube el arma y la coloca dentro de su boca, pero aun así, logra hablar.

—Mira —me dice con una sonrisa antes de apretar el gatillo.

Cierro los ojos justo a tiempo para sentir el calor salpicándome en la cara. De repente, me siento ahogada y trato de respirar, pero al abrir la boca, solo percibo un fuerte sabor metálico. Caigo de rodillas, mis propios gritos ensordeciéndome, mientras el horror se repite una y otra vez delante de mí.

—Mira. Mira. Mira.

Golpeo mi cabeza contra el suelo, intentando despertar. El horror vibra en cada fibra de mi ser, mi cuerpo retorciéndose en busca de una salida. Grito, viendo a través de mis lágrimas un charco de sangre formándose bajo mis manos. La siguiente vez que bajo la frente, me hundo por completo en el charco. Caigo durante unos segundos antes de aterrizar en un suelo frío de cemento.

El caos reina en medio de la cacofonía de gritos y sonidos a mi alrededor. El fuego forma parte del paisaje, la gente corre en todas direcciones.

Alguien pasa por encima de mí cuando intento levantarme y me devuelve al suelo. Antes de poder alejarme, parece que mi caída extrañamente ha llamado la atención de los hombres con lanzas, todos sus ojos están sobre mí. Me arrastro por el suelo cuando caminan hacia mí. La distancia entre ellos y yo se acorta y cuando alzan sus lanzas delante de mí algo encaja en mi cabeza y recuerdo que todo esto solo es un sueño, uno del que puedo despertar, uno que no debo temer. Sin embargo, cuando cierro los ojos e intento volver a la realidad, siento las lanzas clavándose en mi cuerpo. Me quedo sin aliento cuando el metal desgarra mi piel con cada golpe.

—Esto es solo un sueño —repito entre gemidos.

Uno de los hombres se arrodilla frente a mí, su cara está cubierta de cicatrices y viste un uniforme de estilo militar al que le faltan trozos de tela. Parece divertirle lo que oye, pues con una sonrisa me contesta:

—Estaremos esperándote la próxima vez que cierres los ojos.

Y entonces me hundo en el suelo. Miro alrededor en la oscuridad, ya nada duele, pero no sé dónde estoy. Extiendo mi mano hacia la oscuridad, pero choca contra algo duro a centímetros de mi cara. Deslizo los dedos por la tierra que me rodea, descubriendo que estoy encerrada. Intento darme la vuelta en vano, pues el espacio es demasiado estrecho. Sin saber qué hacer intento llamar la atención de cualquiera que escuche, pero tengo la sensación de estar muy profundo bajo tierra, completamente sola. 

En la oscuridad, solo el vacío eterno me recibe, una maldición en la que solo mis pensamientos destrozados me hacen compañía. Intento desesperadamente buscar una salida, llevando mi mano hacia mi cuello, arañando mi piel en busca de un final. Pero, a medida que la sangre se derrama, cada vez está más claro que no puedo morir. El terror me paraliza, obligándome a gritar hasta quedar sin aliento, mientras la sangre en mi garganta ahoga mis lamentos.

Siento que pasan horas en las que lloro y grito hasta que me doy cuenta de que nadie va a sacarme de ahí. No puedo ayudarme a mí misma. Me quedo en silencio, el vacío me consume segundo a segundo.

Una sacudida finalmente me despierta. Jadeando, me arranco el antifaz y miro a mi alrededor. Estoy en mi habitación, a salvo. Sin embargo, el horror es como el recuerdo de un fantasma, ya no está presente, pero nunca se va del todo. El sudor frío hace que mi pijama se adhiera a mi piel.

Cada vez que cierro los ojos, revivo el tormento una y otra vez. Me fuerzo a mantenerlos abiertos hasta que arden, luchando contra la certeza susurrada desde lo más profundo de mi mente: la próxima noche los horrores serán aún peores.

Una risa resuena en la habitación, a pesar de estar segura de que estoy despierta. El eco del horror se aferra a mis pensamientos, retorciéndolos en una espiral de oscuridad. En un intento desesperado por escapar, me sumerjo bajo las sábanas, pero la risa solo suena cada vez más fuerte y lo único que puedo hacer es esperar a que salga el sol.

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