Reflejo

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Autor: Juan Manuel Guevara

 

Me gusta creer que las cosas no han cambiado demasiado, le decía a Daniel mientras comenzaba la reunión. Que en realidad todos estos años las cosas estaban ahí pero nadie las miraba, que los puntos de vista han tomado otro ángulo y que quizás tenga que ver o no con el desarrollo intelectual del hombre.

Daniel es uno de esos tipos con los que uno puede hablar de todo, es un gran amigo con el que puedo explayarme sin esconder sentimientos. Nos conocimos en el Nacional cuando los dos cursábamos tercer año y de ahí en adelante nunca dejamos de vernos ¡En fin! ¿Por qué debería aburrirlo con ese detalle si usted no conoce a Daniel?

Como le decía, nos encontrábamos en una reunión y con el correr de las horas y las copas empezó una de esas discusiones que se arman entre compañeros de trabajo o en una sobre mesa; hablábamos sobre la violencia que generan los programas de televisión. Personalmente creo que es verdad, se ven demasiadas cosas y con demasiada crudeza, quizás con la misma crudeza que sintieron las personas cuando escucharon la primera transmisión de un radioteatro o la primera transmisión de un canal de televisión, luego, era cuestión de tiempo para que la cosa se hiciera masiva y nos encontremos hoy con tanto material y tanto opinólogo. En la época de mis padres le echaban la culpa a la serie Comandos, luego a Tom y Jerry, Power Rangers, Pockémon, etc. Hoy un buen sociólogo se haría una fiesta disertando sobre la violencia de género en la familia Ingalls o sobre la discriminación económica y social que generaba el estado hacia tipos letrados como Petrocelli, que encima de haberse comido tantos años de universidad paga tenía que hacer de detective y de albañil para poder cumplir el sueño de la casa propia.

Así se dio la discusión y siguió por un buen tiempo hasta que note que nos estábamos yendo para el lado de los tomates, como decía mi abuela. Miré el reloj de la sala que marcaba las 2 AM y fue en ese momento, y gracias al segundo vino ingerido que decidí que mi capacidad de razonamiento era más burda de lo normal. Tomé mi saco, me despedí de los invitados con uno de esos saludos al montón con la mano alzada y traté de salir caminado en lo que creí una línea recta; tomé las llaves del auto del bolsillo del saco y con los duendes del vino descontrolados me dispuse a subir al vehículo. No sé si fue el golpe de aire, las copas ingeridas  o ambas pero me vi como quien trata de enhebrar una aguja en un terremoto. Ahí nomás guarde las llaves y salí a buscando un taxi. Con los años me he vuelto más viejo y precavido, pensaba, mientras trataba de divisar un vehículo que me permitiera llegar a casa.

No es muy difícil divisar un taxi, vio usted que están pintados de negro y blanco, de amarillo y hasta los hay con los colores del partido de turno. Cansado de caminar y con mucho frío decidí prenderme un cigarrillo y pararme en las garitas de colectivos del Ministerio de Salud a esperar el colectivo o el primer taxi que surgiera de la niebla que generaba la vista.  Como pasa siempre, te prendes un cigarro y aparece el colectivo o el taxi que anisadamente estabas esperando. Tiré el cigarrillo y estirando el brazo me dispuse a parar lo que a mi parecer era un cubículo de cuatro ruedas pintado de negro y blanco; levante la solapa del saco y ajuste los brazos al cuerpo tratando de retener la temperatura ansiando no dejar escapar el calor hasta subir.

Ya podía sentir el clima templado del auto, mi mente se divertía con el relax que esa imagen generaba. Había que aguantar un poco más, luego venía la llegada a casa y la generosa sensación de un buen par de frazadas para conciliar el sueño. Todo esto que le cuento se mezclaba en una divertida y movediza sensación generada por el alcohol.

No me considero un intelectual  pero me gusta sacar temas de la nada, a veces disociados del contexto en el que estoy; los miro, los analizo y trato de llegar a varias conclusiones. En ocasiones comparto los resultados, aunque debo reconocer que organizarlos en palabras me resulta un más poco difícil. Así fue que en el viaje de regreso me puse a pensar sobre la necesidad que tenemos de opinar y darle un marco seguro a las acciones de la vida cotidiana; la necesidad de justificar nuestro accionar por más que sea erróneo. No sé de donde saco las ideas o como arranca el mecanismo pero siempre encuentro algo de la vida cotidiana que me lleva a la reflexión.  En ese momento siento que el chofer me mira fijamente, usted me entiende, con ese modo particular que tienen de mirarte. Lo hacen  a través del espejo retrovisor por una cuestión lógica pero a uno le resulta incómodo porque no está acostumbrado a intercambiar palabras con la imagen que genera un espejo, y a veces pasa que en vez de fijar los ojos en el retrovisor buscando los gestos que nos otorga el rostro, fijamos la vista en la nuca como imaginándonos que hay una cara y un par de ojos que nos miran de frente. Sucede entonces que ante la ausencia de esos rasgos uno empieza a pasear la vista entre la cabeza del conductor y el espejito hasta que finalmente decide donde puede fijar los ojos. En mi caso decidí seguir charlando con la cabeza pegada en el vidrio mientras miraba el paisaje urbano y me guiaba solamente por el oído imaginando los gestos que acompañaban a cada frase.

El chofer me contó algo sobre el movimiento que había a esa hora, que a veces debía trabajar hasta deshora, que las idas y vueltas lo cansaban mucho pero que al fin y al cabo esa era su labor y lo que sentía se lo tenía que pasar por el fondo que genera la entrepierna.

No me importaba en lo más mínimo lo que contaba pero por respeto asentía con la cabeza y cada tanto agregaba un monosílabo para no contradecirlo. Entre medio de la charla, que era más bien un monólogo, el hombre me dice --Va a pensar que soy entrometido pero vea, yo pienso lo mismo, el ser humano necesita justificar su accionar y trata de darle un marco de seguridad a lo que hace. No quieren sentirse raros y se comportan más o menos igual porque no les gusta que los miren diferente.

El conductor notó que mi mirada se fijó bruscamente en el espejo retrovisor y que mi cuerpo se inclinaba de forma nerviosa buscando su rostro. En el proceso de mi accionar nervioso trate de buscar la respuesta más racional posible que calmara un poco la agitación y el sudor que se hacían evidentes; entonces me calmé unos segundos y le pedí disculpas de forma vergonzosa diciéndole que seguramente sumido en mi reflexión había sido incapaz de notar que estaba hablando en vos alta. Me justificaba piadosamente contándole que volvía de una fiesta, que el alcohol me había jugado una mala pasada y que seguramente mi cabeza se encontraba adormecida e incapaz de controlar las acciones del cuerpo.

Volviendo a mi posición inicial e incómodo por la situación generada, traté de perder la vista en un punto elegido al azar tratando de no cruzarme con la mirada del taxista que me generaba aún más vergüenza. Me encerré tratando de calmar las palpitaciones ocasionadas por la exposición a la que según yo me había sometido involuntariamente. Aparté mi mente de lo sucedido y traté de buscar calma pensando en lo difícil e irritable que resulta para la gran mayoría atravesar situaciones incomodas y la necesidad que tenemos de escapar, casi siempre de manera burda y embarrosa, cuando el comportamiento del cuerpo y la mente nos llevan a atravesar por diferentes situaciones y estados tan controvertidos y tan opuestos.

Un poco más tranquilo alce la mirada, quizás involuntariamente, quizás para denotar seguridad y estabilidad --¡Tranquilo Ernesto, son cosas que pasan! canturreaba sonriendo entre dientes. A veces necesita interactuar con alguien por más que ese alguien no exista. Además no soy nadie para criticar sus acciones, al fin y al cabo soy un simple chofer y mi labor se reduce a llevarlo al destino que me indique.

Un dolor agudo se apodero de mi estómago seguido de una sensación polar en forma de gotas. Una mezcla de temor y angustia jugaban entretenidas y perversas a crear una nube  en mi mente que se regocijaba haciendo bailar al cuerpo en un temblor incontrolable y en una inestabilidad nauseosa que dominaba cada parte de mi cuerpo llevando tensión a los músculos y sequedad a la boca. Con el último ápice de racionalidad que creí encontrar le otorgué manos a mi mente para tratar de disipar la nebulosa que me cubría. Me persuadí pensando que seguramente en algún momento del viaje me había presentado de forma involuntaria y que seguramente me encontraba tan extasiado por mi reflexión que creí estar hablando con alguien sobre el tema; que quizás mi cabeza se encontraba aun hablando con Daniel, o con el taxista, sí, con el taxista, y que ambos sumidos en nuestros propios diálogos no podíamos escucharnos. Al fin y al cabo recordaba que él me hablaba de su trabajo y que yo le contestaba de forma automática; quizás lo hacía para poder seguir con mi tema, y él, en su justa razón, habrá pensado que no le prestaba atención y que mi análisis debía serme de gran importancia al punto de no poder darle la atención que creía merecer.

Trataba de buscar equilibrio, de calmar las sensaciones extremas que atacaban mi cuerpo, de cuantificar y calificar cada acción que pudiera recordar, trataba de acortar el vacío al que se quería arrojar mi cuerpo, trataba de acortarlo a tal punto en que pudiera hacerlo palpable  y el salto solo se convirtiera en un escalón que me permitiera bajar. Lo hubiera logrado, lo hubiera logrado de no ser por algo que me daba vueltas en la cabeza, algo que el taxista dijo y que se clavó en mi mente como el hierro caliente en el cuero del animal: “El ser humano necesita justificar su accionar”. “No quieren sentirse raros”. Lo hubiera logrado de no ser por algo aún más directo, el tiempo.

Note que el viaje se hacía extenso, que jamás le dije al chofer a donde debía llevarme, recordé un reloj expuesto en la pared de la sala que marcaba las 2 AM, recordé que decidí volver a mi casa para poder descansar, recordé que nunca me gustó volver de día con esa sensación de resaca y los rayos del sol que lastiman los ojos, recordé que me gustaba llegar a casa antes de que amanezca.

Busqué atravesando la mirada por la ventanilla queriendo encontrar algo en el paisaje que le diera sentido al recorrido y lo visto fue un golpe certero como cuando el boxeador acierta la gloria en la quijada del oponente dejándolo desorientado, dolido, tirado en el lienzo blanco que marca el fin y la derrota. Ya no había justificativo racional alguno para entender lo sucedido; el paisaje se cargaba de recuerdos, de amigos, de historias; como si a los costados del camino se atravesaran imágenes de todo lo vivido. Toda reflexión o acontecimiento tomaba forma y se exponía ante mí con una nitidez y realismo que me era posible palparlo; era posible sentirlo. Cada imagen generaba un mar de sentimientos que conjugaban  la risa, el llanto, el miedo, la ira.

Entregado a la sensación de lo que creía real le hice al conductor las preguntas más certeras, básicas y honestas que podía hacer --¿Quién es usted? --¿Cómo sabe mi nombre? --¿Dónde estoy?

Soy su conductor, hace muchos años que lo llevo a los lugares que usted quiere ir pero recién ahora usted puede verme, recién ahora puede usted darme forma física por decirlo de alguna manera -- Respondió el taxista.

Conozco su nombre porque nací de usted, usted me creó por así decirlo. Usted habla conmigo de lo que quiere y cuando quiere. En cuanto a donde estamos solo puedo decirle lo mismo, lo llevo a donde usted me indica; a veces me lo dice otras veces solo lo piensa. Ahora estamos en un taxi porque usted así lo quiso.

En este caso me pidió traerlo aquí, viajamos por todos los recuerdos que tiene en su mente con la necesidad, según me dijo, de encontrar un marco seguro a todas sus acciones para justificar que no hubo error alguno en sus decisiones. Para “sentar las bases del pasado hacia el futuro”, dijo usted, aunque no sé muy bien qué quiso decir con eso.

Extasiado por semejante revelación mi garganta angustiosa quiso soltar un grito desesperado pero le fue imposible. Mi mente castigaba a los músculos pidiéndoles movilidad y acción. Quería arrojarme del vehículo pero me era imposible, el cuerpo me era totalmente ajeno, algo lo ataba a su estado de inmovilidad, algo lo mantenía quieto, entumecido y dócil.

El taxista me miró fijamente por el espejo como quien adivina el pensamiento -- ¡Quédese tranquilo Ernesto! --Enseguida lo dejo-- Para cuando se quiera dar cuenta el viaje termina.

Pesadamente mi mente se fue aclarando y mis ojos empezaban a buscarle forma a los objetos que me rodeaban. El paisaje no me era desconocido, no era de lo más agradable, pero al menos  podía dar certeza de donde estaba. Cuatro paredes pintadas de forma desprolija marcaban el territorio y un pulpo de tela blanca abrazaba las extremidades. Por el vidrio de la puerta alcance a divisar un reloj blanco, viejo, monótono y ruidoso que en el silencio de la noche marcaba el fin de la madrugada.

Lance una mira panorámica a lo acontecido ¡Va a estar jodido que me den el alta! Dije para mis adentros, mientras trataba de conciliar el sueño.

 

 

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