Hazlo

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Estás ahí, en medio de la carretera. El asfalto caliente bajo tus pies, el sol golpeándote como un látigo de fuego. Y no te puedes mover. No porque no quieras. No porque no tengas fuerza. Es algo más. Es una certeza que te aprieta el pecho y te dice que si das un paso, solo uno, vas a morir. Es como si todo el universo estuviera esperando que te movieras, que hicieras algo, lo que sea, para aplastarte como a una mosca.

El tráfico pasa a ambos lados, coches rugiendo como bestias metálicas. El viento que dejan al pasar te azota la cara, el cuerpo, como una amenaza constante. El aire huele a llanta quemada y gasolina, a calor viciado. Sientes que la carretera no es un lugar, es un monstruo. Un gigante dormido que te observa desde debajo del asfalto, esperando que rompas el equilibrio para tragarte entero.

Intentas no pensar en eso. En el movimiento. En el paso. Mantienes los ojos clavados en el horizonte, en la línea recta que nunca termina, como si eso pudiera salvarte. Pero tu cuerpo no colabora. El sudor corre por tu espalda, empapa tu camisa. Tus piernas tiemblan. No porque estés cansado, sino porque sabes. Sabes que no tienes control. Esto no es algo que puedas racionalizar. Es instinto, un miedo tan profundo que no tiene nombre.

El problema es que no sabes por qué estás ahí. Cómo llegaste. Es como si siempre hubieras estado en medio de esta carretera, siempre esperando, siempre al borde del barranco. Los coches siguen pasando, uno tras otro, y cada vez que sientes el rugido de un motor acercándose, algo dentro de ti se contrae. Cada célula de tu cuerpo te grita que corras, que salgas de ahí. Pero no puedes. Si te mueves, mueres.

Y entonces lo peor. La mente empieza a trabajar. Empieza a pensar en todas las posibilidades. ¿Qué pasaría si corres? ¿Si saltas al lado? Tal vez nada. Tal vez solo estás siendo paranoico, un prisionero de tu propio miedo. Pero, ¿y si no? ¿Y si esa acción, ese simple acto, es lo único que mantiene todo en equilibrio? Tal vez tu posición aquí, en medio de esta maldita carretera, es lo único que sostiene el universo para que no se destruya en un parpadeo.

Miras el suelo. Las pequeñas grietas en el asfalto, los trozos de neumáticos, los rastros de aceite seco. Cada detalle se graba en tu mente porque no puedes mirar hacia otro lado. No puedes pensar en otra cosa. Solo en esto. En este momento. En esta maldita decisión que no puedes tomar.

El tiempo se estira. No sabes si han pasado minutos u horas. El sol sigue ahí, cruel, inamovible. El calor te pesa en los hombros, en las piernas, pero no puedes ceder. No puedes moverte. Porque una parte de ti cree que, si lo haces, algo peor que la muerte va a pasar. Algo que no puedes imaginar, algo que no puedes enfrentar.

Y entonces, una voz. Una voz dentro de tu cabeza. Baja, casi un suspiro.

“Hazlo.”

Cierras los ojos. Respiras profundo. Todo tu cuerpo grita en contra, pero esa voz sigue ahí, insistente. Te das cuenta de que no hay elección. De que lo único que puedes hacer es moverte. Porque quedarte aquí es igual de mortal. Porque quedarte aquí es peor que la muerte.

Das un paso.

Y todo explota.

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