Hacía Frío Cuando…

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Hacía frío cuando…

I

Elías yacía postrado en su lecho. Su rostro reflejaba la fragilidad de una persona moribunda y la debilidad de alguien que tras una larga pelea contra la cirrosis hepática por fin había decidido dejar de luchar. No era la falta de voluntad, ni el abandono de la vida, simplemente estaba cansado, simplemente su cuerpo y su mente ya lo habían dado todo. Justo sobre su cama se alzaba el techo de la habitación, lo único que lo mantenía cuerdo hasta el momento, pues ante las limitantes de su decadencia corpórea contar una y otra vez los ladrillos de aquel techo y darles forma a las manchas de salitre y humedad lo mantenía distraído de sus dolores.

            Cualquiera podría preguntarse por qué justo hasta ahora había decidido rendirse, pero cuestionar ¿por qué muere la gente? No es una respuesta fácil y tampoco un que requiera una mayor reflexión, pues son respuestas más allá de nuestro entendimiento. En el caso de Elías, simplemente estaba esperando a que se cumpliera la promesa que Ella le había hecho.

            Aquella noche hacía frío en la habitación cuando el doctor de la familia fue dar un diagnóstico un tanto pesimista. La calle en la que vivía Elías no era la más silencia, ese día se encontraba extrañamente callada, los rosarios de las tías del enfermo el momento mientras el médico anunciaba la esperada, pero trágica, noticia. A Elías le quedaban unas cuantas horas de vida. Hacía frío cuando las palabras se pronunciaron y hacía frío en la habitación cuando la madre y la hermana de Elías rompieron el silencio con un llanto desolador. Pero, sobre todo, hacía frío cuando Ella apareció.

            Las voces de los familiares en la habitación se fueron haciendo lentas y cada vez más pausadas hasta quedarse completamente inmóviles e insonoras, las manecillas del reloj que colgaba sobre la cama de Elías quedaron quietas y, mientras el tiempo se detenía ante los ojos del hombre moribundo, en el umbral de la habitación se acercaba aquella mujer. Era una silueta esbelta y alargada vestida de blanco, con un largo cabello que recorría su espada hasta la cadera; tenía tez pálida, ojos color miel y una sonrisa que, aunque cálida, ocultaba tristeza con un dejo de misterio. Avanzó catorce pasos desde la entrada en la habitación, dejando un rastro de agua tras su paso, hasta que finalmente se recostó en la cama a un costado de Elías y preguntó - ¿Aún me recuerdas?

            Elías enmudecido por la fatiga que le habían causado años de enfermedad, diálisis, inyecciones, dolores y noches en el hospital, simplemente se limitó a guiar sus ojos a aquellas manchas de salitre y humedad del techo que en sus últimos días lo habían acompañado y mantenido lúcido. Éstas comenzaron a moverse y tras unos segundos se desprendieron del techo y se transformaron en humo blanco y éste, a su vez, se convirtió en neblina; mientras que la habitación se fue alargando más y más hasta convertirse en una carretera. En ese momento todo rastro de enfermedad y dolor abandonó a Elías, había recuperado el vigor, la salud y la juventud, pero sobre todo el habla. Todo esto pasaba mientras aquella mujer contestaba a su propia pregunta, diciendo – Lo más seguro es que no me recuerdes, pero yo a ti sí. Y también recuerdo el día que nos conocimos ¿Cómo olvidarlo? Hacía frío cuando…

II

Hacía frío cuando salí de mi hogar, aunque, llamarlo así resulta una gran ironía. No tenía, muebles, ni muros; no tenía comida, ni lujos; no tenía conversaciones y mucho menos personas que la habitarán, simplemente estaba yo. Era un lugar húmedo, repleto de agua, justo al lado de un sendero boscoso y una carretera que conecta la nada, por medio de un puente construido sobre de mi hogar, con el resto del pueblo. Tenía años viviendo ahí, saliendo del fondo del agua de vez en cuando para postrarme a un costado del sendero, pues añoraba conversar una vez más, escapar del abandono provocado por mi obituario estadio. Desde mi llegada a aquel lago solo puedo recordar a una persona que no huyó de mí y me trató con como un ser humano nuev0amente. – ¿Ahora te acuerdas, Elías?

            Hacía frío cuando el motor de tu auto se detuvo justo antes de pasar sobre el puente ¿Qué hacías en la niebla? Aunque pútridos y a medio comer por los gusanos, terrosos o abandonados, los cuerpos de los muertos pueden tener frío y somos los muertos a quienes más nos afectan aquella gélida sensación, por ello, los vivos suelen temernos o escapar de nuestra presencia, pues les incomoda las bajas temperaturas que los estragos de la memoria, la falta de voz y la ausencia de contacto provocan en nosotros. Pero tú no huiste, - ¿Le pasa algo joven? ¿Necesita que la lleve a algún lado? – Fueron tus palabras. Ignorabas porqué tu auto se detuvo ahí, porqué te parecía mi presencia tan familiar.

            Amablemente te ofreciste a llevarme al pueblo, sin saber que hacía décadas que no tenía nada que hacer en aquel lugar, pero era tal mi ilusión de recordar la vida antes del agua y la niebla que acepté la propuesta. El trayecto no pudo durar de más de veinte minutos. Durante este lapso, te conté mi vida y mis recuerdos. La razón de mi vestido blanco y la tristeza que se guardaba detrás de mi sonrisa. Todas la sensaciones y emociones que el agua parecía haber lavado volvieron a mí. - Vaya, ¿quién diría que los muertos lloran? -  Dijiste. A este punto, aunque alegre y agradecida de sentir la calidez de la vida y una conversación, no podía dejar de pensar sobre quién eras y por qué no huiste, no tenías que hacerlo.

  • ¿Acaso no tienes miedo? – Te cuestioné
  • Un poco, pero no de ti. La muerte se presenta ante nosotros todos los días, en las plantas, en nuestras mascotas, en los seres queridos; incluso en personas que no conocemos. Simplemente, la ignoramos, pero eso no quiere decir que no sea parte de nuestro día a día. Creo que simplemente quise escuchar a un muerto por una vez en mi vida. ¿Sabes? al verte y conocer tu historia más que temerte a ti, ahora le temo a la soledad y el frío que me espera.

Lo sabías.

Después de aquellas palabras, solo quedó el silencio una vez más, pero no un silencio como el de los muertos. Era un silencio cálido consecuencia de que ya no quedaba más por decir. Hacía frío cuando el recorrido término. Al bajar de auto, vi tus ojos llorosos que hicieron una pregunta y una petición sin palabras -Elizabeth. Puedes irte- contesté a media sonrisa – No te preocupes por llevarme flores, hace tiempo que mi tumba fue removida. Se que no puedo ofrecer más que el frío y la soledad al cruzar el umbral, pero, te puedo prometer que no dejaré que lo cruces solo. Cuando llegué la hora, tomaré tu mano, tal como ahora, y caminaré junto a la puerta que divide el plano material con la inmortalidad, al cruzarlo, yo volveré al fondo del agua y tu avanzarás a tu propio infierno. Solo nos volveremos a ver en esa ocasión, pero por ahora debo soltarte; piensa que todo esto fue un sueño.

            No sé por qué no te lo dije. No sé cómo se te permitió salir del bosque, simplemente pasó. Al finalizar mi promesa, besé tu frente y cerraste los ojos para despertar en esta misma cama, como si no hubiera pasado nada.

III

Hacía frío cuando Elizabeth terminó su historia y miró a los ojos llorosos de Elías que se esforzaba por completar sus últimas respiraciones. Los ojos de aquel hombre eran negros y reflejaban una serenidad no para él sino para quien los mirará, pero en sus últimos segundos de vida no podía ocultar ante aquella figura de blanco que sentía miedo una vez más, como cuando la vio bajar de su auto en aquel sueño que ahora recordaba, mientras temeroso le pedía poder despertar. Hacía frío cuando ambos se levantaron para salir de la habitación. Y, hacía frío cuando la neblina de aquella noche retorno a ser solo manchas de salitre y humedad en el techo, cuando el tiempo regresó y las personas de la habitación se percataron de que Elías yacía en su lecho sin vida.

 

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