El Amor Es Nuestra Salvación

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EL AMOR ES NUESTRA SALVACIÓN

Pablo Manzano

 

 

Yo tenía todo para triunfar. Bajo las luces cenitales era un auténtico animal de escena. Comprensible, pues, que Lucas se sintiera eclipsado. Las luces, las benditas luces. Los focos apuntando siempre hacia mí.

Me sentí opaco, sin embargo, cuando Lucas tuvo el apoyo del resto de la banda: «Hay que jugar el juego de los grandes, León, y no estás preparado», me dijo. ¿Qué fue de mi vida?, se preguntarán ustedes. Pues que la noche del último concierto en una fiesta barrial conocí a Martina. Supongo que no hace falta que les cuente qué fue de Lucas, el gran Lucas, pero siempre hay algún despistado. El gran Lucas dejó de tocar en fiestas barriales; ya no es aquel rockero salvaje, es más bien un artista internacional de la canción.

No crean que no estoy agradecido por mi destino. Martina es el sosiego que necesitaba. No es que me haya dejado domar, eso jamás. Simplemente ya no necesito noches ni excesos. Hago deporte, voy al gimnasio, deberían ver ahora mis piernas y mis brazos. Hace tiempo ya que dejé de disfrazarme: ni un peinado ni un despeinado, ni patillas ni pendientes de aro, ni sombrero ni gafas oscuras, nunca más una mueca impostada para las fotos. Qué lejos ha quedado aquella fase de animador infantil. Porque al fin y al cabo ése es el trabajo de una estrella de rock: entretener a los niños. Y eso puedo hacerlo a diario con los míos, con nuestros peques. Me gusta esta vida familiar. Acostarme y despertarme junto a Martina es mi salvación.

Eso sí, entre que me acuesto y me despierto tengo cada noche el mismo sueño. Aparezco inmerso en un círculo de luz sobre un escenario enorme. Un estadio repleto y el público que me aclama.

No, no es que me falte amor, se equivocan. Aunque, debo confesarlo, quizá me sobre odio.

Odio la música, por ejemplo. Y las charlas sobre música. Hablar de música es como hablar del tiempo, sólo lo hago por cortesía o directamente evito el tema. Conozco gente que se sabe la formación completa de grupos de rock, su discografía, el año en que se grabó cada disco, el nombre del productor… A esa clase de gente le he regalado todos mis discos de rock.

¿Y a ustedes, les gusta el rock? ¿No creen que en realidad no vale gran cosa? Nos aferramos a cierta música sólo porque está ligada a nuestros años felices. Y porque llegada cierta edad empezamos a viajar más en el tiempo que en el espacio.

Los conciertos, los festivales: otra patraña cultural para hacernos sentir jóvenes.

Ayer me detuve frente a un cartel de promoción, un concierto en el Gran Teatro. Nunca les presto atención a esos carteles, y aunque lo hiciera los nombres de grupos y solistas del momento me sonarían a chino. Fue esa mirada de papel lo que me atrajo, esos ojos visionarios que una vez señalaron mi destino: «No estás preparado».

Así que aquí me tienen ahora, junto a la entrada/salida de artistas, esperando al gran Lucas en el Gran Teatro.

Hay una canción suya que no paran de pasar por la radio: «El amor es nuestra salvación». Quisiera hablarle a Lucas de esa canción, explicarle algunas cosas.

Si acaso también quisiera dejarle caer algún reproche sincero, como que estando de regreso en nuestra ciudad para cerrar su gira mundial en el Gran Teatro no haya tenido el detalle de llamarme. O de invitarme, ¿por qué no?, a cantar una canción con él, una de las viejas y salvajes. Por supuesto que yo no habría aceptado, no al menos lo de volver a plantarme frente a un público de adultos infantilizados que demandan entretenimiento. En consonancia con mi felicidad doméstica habría optado más bien por actuar en directo desde el salón de mi casa, delante de una cámara, para que todo el teatro me viera proyectado en una pantalla gigante.

Pero lo cierto es que no es el momento para reproches. Porque ya son las tres de la mañana y el gran artista parece agotado después del concierto.

Me sorprende que haya salido solo, sin nadie que lo acompañe, tres o cuatro groupies como mínimo, el manager, algún lameculos agradecido de la banda que formamos juntos, o alguien de seguridad por lo menos. Pero si me sorprende es porque nunca llegué a jugar el juego de los grandes. Si hubiera triunfado, entonces sabría que en ciertos momentos no hay nada más preciado que la soledad. Por eso Lucas ha esperado hasta esta hora para salir, para estar solo y evitar el asedio de los fans. Tal vez hasta hizo salir a un doble por el frente del teatro después del concierto, para despistar a la prensa y sus admiradoras.

Debería dejarlo en paz. Ni reproches ni explicaciones. No es el momento.

No puedo. Es ahora o nunca más.

No hace falta que me anuncie. Él solito se da la vuelta, como si advirtiera a sus espaldas la presencia de algo terrenal: un pasado remoto habitado por mortales. Un pasado que vuelve sin avisar. Se da la vuelta, pero no me ve: la ventaja de ser invisible.

Y entonces cae crucificado sobre el estruendo disonante de su guitarra.

El gancho a la mandíbula lo ha dejado grogui. Patada en la boca, en el estómago, en el oído. No me ha reconocido, pero aunque le hiciera saber que soy yo, León, él sería incapaz de asociar mis brazos y piernas de gimnasio con mi antiguo físico enclenque de drogadicto.

Le agarro la cabeza y se la machaco contra el suelo una y otra vez, mientras le explico que el amor no es ninguna salvación, ¿es que no lo sabes?, que el amor apenas nos contiene. La salvación, Lucas, depende de uno mismo: del peor enemigo.

La estrella ya se ha extinguido cuando un trueno maldiciente retumba en la noche. El grandote del vozarrón se queda junto al cuerpo tendido, inerte. Los otros dos vienen a por mí, pensando quizá que se trata de un admirador psicópata.

Desaparezco en la esquina y bajo corriendo las escaleras del metro. La estación ya está cerrada, pero al menos he perdido de vista a los dos orangutanes.

Me siento en el suelo y apoyo la cabeza en las rejas. Cierro los ojos. Sólo tengo que esperar.

Martina de pie a mi lado en un escenario. Martina que me sonríe. La tomo de perfil por la nuca y la cintura, como si fuese un contrabajo, y la beso en las mejillas sin parar, improvisando una percusión de labios y chasquidos de dedos. El Gran Teatro aclama aquella música única, original, todas las filas y todos los palcos.

Pestañeo.

Dos círculos me alumbran desde lo alto.

Las luces, las benditas luces.

 

 

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