Oscura Gestación

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“¡Papá! ¡Papá! Despierta...” La voz suave, como un susurro rasgado por el miedo, me arrastra desde las profundidades de mi inconsciencia. Abro los ojos, pesados por el alcohol de la noche anterior. Mi cabeza late como si estuviera a punto de estallar. La habitación está sumida en una penumbra opresiva, pero la tenue luz de la luna que se cuela por la ventana apenas ilumina el rostro de mi hijo.

 

Dorian está ahí, de pie junto a mi cama, inmóvil. Sus ojos, enormes y desorbitados, brillan con un pavor que me hiela la sangre. Su dedo tembloroso señala hacia mí, pero su mano tiembla tanto que apenas puede mantenerla firme.

 

“¿Qué sucede?” balbuceo, luchando por entender. Mi voz suena lejana, quebrada.

 

“Está... aquí” susurra Dorian con un hilo de voz, y antes de que pueda reaccionar, una mano espectral emerge de mi estómago, desgarrando mi piel, sus uñas largas y negras perforan mi carne como si fuera papel. El grito de terror de mi hijo resuena como un eco distante mientras trato de entender lo imposible.

 

Mi corazón se detiene. Todo se oscurece de repente, como si me estuviera hundiendo en un abismo sin fin.

 

Mis ojos se abren de nuevo. El cuarto sigue oscuro, la pesadilla no ha terminado. Dorian está ahí, frente a mi cama, su rostro petrificado en una mueca de horror. La misma expresión, el mismo terror reflejado en sus ojos, como si el tiempo se hubiera detenido. Pero algo no está bien. Su mano tiembla en el aire, levantada una vez más, pero esta vez su voz apenas puede contener el pánico.

 

“No puedes escapar...” dice, entre sollozos, al borde del llanto.

 

Esta vez lo siento. Un dolor tan agudo y monstruoso que mi piel arde como si estuviera en llamas. La mano vuelve a salir de mis entrañas, sus uñas atraviesan carne y hueso. Cada célula de mi cuerpo explota, y la sangre brota de mi boca en espasmos incontrolables. Puedo sentir mi corazón detenerse, congelarse en el tiempo. Mi visión se nubla mientras el dolor me envuelve por completo. Dorian grita, pero su voz se desvanece en la nada.

 

Y una vez más, la oscuridad absoluta.

 

Mis ojos se abren de nuevo, con una lucidez que me aterra. Y ahí está Dorian, pero ya no es mi hijo. Frente a mí, con una sonrisa torcida, sostiene un gran cuchillo de cocina, su hoja bañada con mi sangre. Me está abriendo el estómago, rajando mi carne como si fuera mantequilla.

 

No dice nada esta vez. Sus ojos se iluminan de un rojo sobrenatural, brillando en la oscuridad, y una sonrisa escalofriante se extiende por su rostro infantil, grotescamente deformado. No es mi hijo. Aquello, esa cosa, no puede ser Dorian.

 

Intento gritar, pero mi voz está atrapada en mi garganta. Solo puedo sentir... cada corte, cada puñalada, mientras sus manos, que ahora se han transformado en garras retorcidas, hurgan en mi interior, tirando de mis intestinos como si fueran juguetes rotos. Su cuerpo empieza a crecer, deformándose, su rostro transformándose en una máscara monstruosa de horror, con la piel estirada y los dientes afilados sobresaliendo de su boca. La criatura frente a mí ríe suavemente mientras arranca la vida de mi cuerpo.

 

Y entonces, todo se detiene.

 

—¿Desde cuándo tiene esas pesadillas? —pregunta una voz lejana, apagada por la niebla en mi cabeza.

 

Mi cuerpo no reacciona, la habitación oscura desaparece, reemplazada por las luces frías de una oficina clínica. La doctora me mira con interés por un segundo, para luego hacer anotaciones en su carpeta, sin despegar los ojos de la página.

 

—Desde hace tres meses —respondo con voz ronca y débil, como si no hubiera hablado en días—. Es la misma pesadilla... cada noche. Las pastillas no hacen nada. Cada vez que cierro los ojos, lo veo. A él.

 

El eco del dolor persiste en mi carne, como si aún pudiera sentir las garras de esa cosa rasgándome por dentro. Y aunque ahora estoy en la seguridad de esta habitación, la certeza de que volverá cuando cierre los ojos es abrumadora.

 

La doctora se pone de pie y, con calma calculada, me extiende una receta.

 

—Con estas nuevas pastillas podrás dormir un poco mejor. Son fuertes, pero estoy segura de que puedes manejarlas... —dice con voz suave, como si tratara con un paciente común.

 

—Doctora... —pronuncio con un hilo de voz, pero mis palabras se endurecen al instante—. ¿Cree que soy idiota?

 

La mujer se detiene. La veo tensarse apenas un segundo antes de girarse hacia mí, con su rostro imperturbable.

 

—Alvise, solo quiero ayudarte —responde, en ese tono neutral que me saca de quicio—. No estoy aquí para juzgarte.

 

Es lo mismo que dicen todos, el mismo tono vacío de promesas que nunca cumplen. Pero yo lo sé mejor. Mi mente ha estado en las sombras demasiado tiempo como para caer en sus juegos.

 

—He notado lo que ha hecho estas últimas horas —digo, con mi voz áspera y más fuerte esta vez—. Es incómodo, ¿verdad? Estar aquí, en esta habitación apestosa, rodeado de cadáveres y manchas de sangre fresca. Seguro ha estado contando los cuerpos... y se pregunta cuándo será su turno de convertirse en otro pedazo de carne entre mis manos.

 

Ella no se mueve, pero sus ojos... esos malditos ojos temblaban. Lo veo, lo reconozco en su mirada. Sé lo que significa.

 

—¿Cuáles cadáveres? ¿De qué hablas, Alvise?

 

—¿Va a jugar con mi mente ahora? Igual que los otros, nunca me escuchó. Las notas que tomó estas horas no son más que garabatos y gritos de auxilio. Lo sabe —mi voz se afianza con cada palabra—. ¿Sabe lo que eso significa?

 

Su respiración se vuelve lenta, controlada, casi imperceptible, como si intentara no provocarme.

 

—Déjame ayudarte, Alvise, por favor —insiste, en una súplica contenida.

 

La miro fijamente, luchando por no soltar una carcajada que arde en mi garganta.

 

—¿Ayudarme? ¿Como los otros 23 médicos? ¡Esos que decían que todo estaba en mi cabeza, que solo necesitaba pastillas! —La risa brota de mí, primero como un susurro, luego más fuerte, mientras ella mantiene una expresión vacía, como si nada la afectara.

 

—Todo está en tu mente...

 

—¡NO! —grito, transformando mi risa en un grito desgarrador.

 

Casi de inmediato, un dolor de cabeza insoportable me ataca, como si algo desgarrara mi cráneo desde dentro. Las imágenes parpadean ante mis ojos: los cuerpos, la sangre, los ojos muertos que me miran sin vida. Todo es tan real.

 

—No estás solo —dice ella casi en un susurro.

 

—¡Deja de mentirme! —vocifero, agarrando su brazo con tanta fuerza que siento sus huesos crujir, mientras el suelo bajo mis pies parece desmoronarse.

 

Me acerco más, hasta que nuestras respiraciones casi se mezclan. Puedo ver un leve temblor en su mandíbula, un indicio de miedo, aunque trata de mantener la calma.

 

—¿Sabes lo que hice? —susurré al oído, mi aliento cálido y entrecortado, rozando su piel pálida—. Todos ellos… los doctores... prometieron ayudarme. Prometieron entenderme. Pero al final… todos me dejaron con lo mismo. Las mismas pastillas... las mismas palabras vacías. Estoy cansado de repetir el ciclo, crei que tu eras duferente, pero me histe perder el maldito tiempo.

 

Termino gritando y toamndo su cuello con tanta fuerza, siento la lucha de su pulso bajo mis dedos. mientras desesprtaba rañaba mi maso para que la soltara.

 

—Alvise... sé que estás ahí... puedes controlar esto. No eres como ellos. —menciona con su ultimo aiento.

 

De pronto,  La luz tenue de la mañana se había desvanecido, reemplazada por un rojo opresivo que cubría cada rincón. El aire estaba pesado, con el hedor metálico de la sangre. Mis manos seguían apretando su cuello, pero el cuerpo de la doctora era ahora una abominación irreconocible. Lo que antes fue piel tersa y mirada severa se había convertido en un caos de carne rota y ojos vacíos. Su rostro, desfigurado hasta lo grotesco, mostraba jirones de piel colgando, con uno de sus ojos desprendido y observándome desde el suelo, como acusándome desde la muerte. Su garganta, destrozada y abierta, dejaba salir el hedor de su carne putrefacta, mientras sus labios, reducidos a retazos, conservaban una mueca de horror eterno. Sus piernas yacían hechas trizas a mis pies. El mazo de acero que había usado para destrozarla aún estaba caliente, latiendo en mi mano como si fuera una extensión de mí.

 

Miré a mi alrededor y sentí una risa amarga, no de victoria, sino de desesperación. Los cuerpos regados por la habitación parecían mirarme, no con burla, sino con pena. Sabían lo que yo sabía: todo estaba roto, todo se había perdido.

 

—No era esto lo que quería… —musité en voz baja, mi garganta ardiendo, pero la risa seguía brotando, desgarrada y sin control.

 

Entonces lo sentí. Un dolor profundo, más allá del físico, algo que venía desde lo más oscuro de mí. Desde mis entrañas, una mano monstruosa emergió, desgarrando mi carne como si fuera papel. Al principio, no hubo sufrimiento, solo una extraña paz inquietante, como si, en ese instante, todo lo que había estado luchando por controlar finalmente se liberara. Pero la calma no duró mucho.

 

Las garras de la criatura seguían empujando, desgarrando músculo y hueso con una precisión que me helaba la sangre. Mi pecho se abrió con un crujido grotesco, como si mi caja torácica fuera partida en dos desde adentro. Pude sentir cómo mis costillas cedían, rompiéndose una a una, hasta que un hedor nauseabundo llenó el aire. Un líquido espeso y oscuro comenzó a brotar de mis heridas abiertas, deslizándose por mi piel como si mi cuerpo estuviera descomponiéndose ante mis propios ojos.

 

Mis manos intentaron instintivamente detenerlo, pero ya no eran mías. Era como si la criatura estuviera en control de todo, manipulando mi cuerpo como si fuera un caparazón vacío, desechando lo que quedaba de mí. La piel alrededor de mis manos y brazos se estiraba, desgarrándose en tiras como seda podrida. Unas extremidades largas, delgadas y retorcidas emergieron de mis propios brazos, empujando la carne hacia afuera, despojándose de mí como una serpiente que muda de piel.

 

Mi mandíbula se dislocó con un estallido seco. Sentí los dientes astillarse mientras algo más grande y afilado crecía desde mis encías, abriéndose paso entre los restos de mi rostro. Mi lengua, que antes era mía, ahora se había convertido en un apéndice negro y viscoso, que colgaba grotescamente mientras mi cráneo se partía, dejando expuesta la criatura que había estado gestándose dentro de mí.

 

Mi cuerpo tembló violentamente, como si luchara por mantenerse unido, pero era inútil. Cada vez que la criatura tiraba de mí, más de mí se desmoronaba. Vi cómo mis piernas, delgadas y humanas, se deformaban, los huesos crujiendo hasta romperse en múltiples lugares, dando paso a patas grotescamente articuladas, cubiertas de escamas duras y brillantes como el acero oxidado.

 

Finalmente, mi corazón cayó al suelo, temblando débilmente entre charcos de sangre. Fue lo último en desprenderse, la única parte de mí que aún latía, pero al tocar el suelo, cesó. Yo ya no era un hombre. Mi carne ya no me pertenecía. Lo que quedaba de mi humanidad se había despojado, y el monstruo que ahora dominaba mi cuerpo alzó su cabeza hacia el cielo, soltando un grito de libertad, un eco que resonó en cada rincón de la oscura habitación.

 

Y ahí estaba. Lo entendí. Alvise había muerto.

 

Dorian… ese nombre… ya no me pertenecía. Todo lo que había sido, todo lo que intenté reprimir, se había desatado. Ya no era un hombre, sino algo más. Algo terrible. Algo libre.

 

Abrí la puerta con calma, sintiendo el aire frío y pesado del mundo exterior. Un mundo que jamás podría comprenderme. Pero eso ya no importaba. 

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