El Despertar Del Caos

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Mi nombre es Augusto, y solía ser el bibliotecario del pueblo de Villa Umbra. Era un lugar apacible donde todos nos conocíamos y saludábamos cordialmente al cruzarnos por las adoquinadas calles. Los niños jugaban despreocupados en la plaza mientras las madres conversaban sentadas en las bancas. Los ancianos daban de comer a las palomas y recordaban nostálgicos tiempos pasados. El aroma del pan recién horneado de la panadería inundaba las mañanas. Los comerciantes levantaban sus persianas saludando animados a los transeúntes. La vida era sencilla pero feliz.

Pero hace algunas semanas, una extraña niebla parece haber nublado la cordura de mis vecinos, y también la mía propia. Los lugareños cuentan que proviene de las profundidades del bosque maldito ubicado en las afueras del pueblo, donde antiguamente se realizaban rituales paganos ahora olvidados.

Mi padre solía narrarme escalofriantes historias sobre ese bosque cuando era niño. Según él, en épocas remotas, los aldeanos realizaban sacrificios humanos y ceremonias ocultas entre aquellos árboles, invocando a seres en busca de prosperidad y buenas cosechas. Se decía que en las noches sin luna podían escucharse lamentos y gritos provenientes de sus profundidades. Todo era parte de antiguas misas sangrientas llevadas a cabo por el culto pagano que dominó la región siglos atrás.

Eventualmente, los aldeanos se rebelaron contra tan macabras prácticas y acabaron con la secta, ejecutando a todos sus miembros. Pero antes de morir, los paganos maldijeron el bosque, jurando que regresarían para vengarse. Desde entonces, el lugar fue temido y evitado. Con el paso de las generaciones, la horrible historia se olvidó, convirtiéndose en una leyenda relativamente banal sobre un "bosque maldito". Hasta ahora.

Todo comenzó de forma sutil. El ambiente se tornó inquietante, antinatural. Las calles       lucían demasiado vacías, el silencio demasiado profundo. Los pájaros dejaron de trinar en las mañanas. Los perros vagabundos desaparecieron. Al caer la noche, las farolas parpadeaban como velas a punto de extinguirse.

Al principio, me esforcé por encontrar explicaciones lógicas a lo que ocurría. Pensé que era una racha de mala suerte, una coincidencia. La gente estaba más tensa por la crisis económica que atravesábamos. Algunos animales habrían migrado debido a cambios de temperatura. Las farolas requerían mantenimiento. Me aferraba desesperadamente a la racionalidad, rehusándome a ver la creciente irrealidad del pueblo.

Luego, los rostros conocidos empezaron a tornarse sombríos. Las sonrisas desaparecieron. Las miradas se extraviaron en la lejanía. Los lugareños se movían rígidos, como títeres de trapo. Hablaban poco, con voz monótona. Reían de forma estridente sin motivo aparente.

Al principio eran sólo breves visiones fugaces, fáciles de racionalizar. Veía rostros torcidos en muecas macabras al doblar una esquina, pero cuando volvía a mirar no había nada. Escuchaba susurros ininteligibles provenientes de rincones vacíos que se desvanecían al buscar su origen. Me decía a mí mismo que eran jugarretas de mi mente agotada.

Pero los episodios se hicieron más frecuentes y vividos. En pleno día, las sombras se retorcían y adquirían forma de criaturas deformes que me acechaban. Los retratos de mis ancestros en la biblioteca cobraban vida y me miraban fijamente con ojos inyectados en sangre. Tapaba mis oídos ante los gritos fantasmagóricos que resonaban entre los estantes, pero no cesaban.

Fue entonces cuando empecé a dudar de mi cordura...

Aunque luchaba por aferrarme a la racionalidad, en el fondo sabía que mis alucinaciones eran reales. Algo sobrenatural estaba infectando al pueblo, consumiendo lentamente mi propia mente. Pero me rehusaba a aceptarlo, y seguí buscando explicaciones lógicas a los horrores que presenciaba. Era mi última esperanza antes de ser tragado para siempre por la oscuridad.

Los días siguientes, el pueblo se fue sumiendo en una creciente atmósfera de locura. La niebla se volvió más espesa, oscureciendo las calles como si fuera una noche perpetua. Según las leyendas, era la misma bruma infernal que cubría el bosque cuando se llevaban a cabo aquellos ritos prohibidos. Las casas crujían sin motivo, las puertas se azotaban solas. Los ancianos decían que eran los espíritus de aquellos sacrificados vengándose.

Yo intentaba encerrarme en la biblioteca, pero el silencio antinatural me enloquecía. En los pasillos entre los estantes, mis pasos resonaban como los de un intruso. Los lomos de los libros me observaban acusatoriamente, como si ocultasen secretos indescifrables. Las palabras se arremolinaban en mi mente sin sentido.

Los susurros entre los estantes pronunciaban mi nombre, se burlaban de mis vanos esfuerzos por mantener la cordura. Veía sombras retorciéndose en los rincones, arañando las paredes, intentando tomar forma. Los retratos de mis ancestros cobraban vida y me seguían con la mirada. En el espejo frente a mi escritorio, mi reflejo se descomponía en muecas grotescas.

Por las tardes, miraba por la ventana con aprehensión. Las calles estaban desiertas, sumidas en penumbras a plena luz del día. Los edificios parecían encorvarse sobre sí mismos, sus ventanas rotas como ojos ciegos. Los cuervos se posaban graznando sobre los cables del tendido eléctrico. Sus graznidos parecían burlarse de mí, repetir mi nombre una y otra vez.

Ya no podía confiar en mis sentidos. Los delirios se apoderaban de mí tanto dormido como despierto. El mundo real se tornaba cada vez más difuso, reemplazado por las visiones surgidas de mi mente enferma. Estaba perdiendo la batalla por mi cordura.

Mi vida se había convertido en un torbellino de pesadillas y delirios, un laberinto en el que las sombras se retorcían en los rincones y los rasguños en las paredes resonaban como un oscuro intento de entrada por parte de fuerzas tenebrosas. Los retratos de los autores en la biblioteca no eran simples imágenes estáticas; cobraban vida y me susurraban con voces cavernosas, dejándome con la desesperada tarea de descifrar frases ininteligibles. Enloquecía ante el desafío de encontrar un significado oculto, un acertijo que parecía huirme constantemente.

Cuando finalmente conseguía sumergirme en el sueño, me encontraba atrapado en pesadillas tan horrendas que incluso el cementerio interminable se volvía mi refugio. En este oscuro lugar, esqueléticos brazos emergían de las tumbas en un intento desesperado por atraparme. O perdido en un bosque de árboles retorcidos con rostros agonizantes, los cuales me acusaban con gemidos de haberlos maldecido. Despertaba en un grito, empapado en sudor frío, incapaz de discernir entre la realidad y la ficción.

Con la llegada de la noche, el pánico se apoderaba de mí, temiendo sumergirme nuevamente en las garras de esas pesadillas aterradoras. Rostros putrefactos asomándose desde el armario y susurros con voces cavernosas que predecían mi inminente unión a ellos se volvían mi realidad. O caminaba entre tumbas abiertas en el cementerio, mientras los muertos se levantaban lentamente con un chillido escalofriante, envuelto en una danza macabra.

Incluso despierto, los delirios persistían, las sombras deslizándose por las paredes y los rasguños en las ventanas resonando como un siniestro eco. Los retratos no dejaban de observarme fijamente, como si guardaran secretos oscuros que se negaban a revelar. Mi cordura colapsaba mientras me adentraba más en la enigmática espiral de estos mensajes inquietantes, sin descanso ni respiro.

Una noche ya no pude soportarlo más. Salí a caminar bajo la luz mortecina de la luna llena. La niebla se arremolinaba a mi paso. Mi padre solía contarme que, en las noches de luna llena, las almas en pena vagaban por el pueblo buscando reclutar más seguidores para sus rituales malditos.

Llegué a la plaza del pueblo, donde se erigía la fuente desde nuestros ancestros. El agua se había vuelto negra como alquitrán, y un hedor a azufre emanaba de su interior. Entonces la vi.

La noche caía sobre la plaza cuando una figura encapuchada emergió de entre las sombras. Se escondió tras la fuente de piedra gris, espiándome. Quise hablarle, advertirle que la había visto, pero solo pude emitir balbuceos ahogados. Como una sombra fugaz, la figura huyó y se perdió en un callejón.

A trompicones, me lancé tras ella por aquel dédalo de calles estrechas que no reconocía. Las paredes de piedra rezumaban humedad y el camino serpenteaba en descenso. Mis pasos resonaban entre los muros, pero no veía a nadie. Sólo niebla, una niebla espesa que lo envolvía todo.

Perdí la noción del tiempo mientras vagaba sin rumbo. El aire se tornaba más gélido y la bruma más densa. Pero justo antes del amanecer, cuando la luz comenzaba a abrirse paso en el cielo nocturno, la niebla se disipó lo suficiente para ver dónde me encontraba.

Frente a mí se alzaban verjas de hierro negro retorcido que cerraban el paso a un cementerio antiquísimo. Las tumbas, cubiertas de maleza y musgo, parecían susurrar secretos olvidados. Más allá, se erguía la silueta sombría de un panteón con la puerta entreabierta.

Una fuerza invisible me empujaba hacia su interior. Con pasos vacilantes crucé el umbral, adentrándome en la fría penumbra. El eco de mis pisadas resonaba entre las paredes de mármol gris, como un tétrico tambor que marcaba mi descenso a un reino de pesadillas.

En las paredes, arañazos y manchas oscuras parecían ser el testimonio silencioso de ritos clandestinos. Y en el centro, un sarcófago de piedra con la tapa hecha añicos. Me acerqué, incapaz de resistirme. Dentro, un cuerpo putrefacto me observaba con ojos inyectados en sangre. Sus labios mudos parecían moverse, esforzándose por pronunciar una advertencia... un mensaje de ultratumba destinado a mí.

Caí de rodillas y un grito surgió de mi garganta, mezclándose con lamentos espectrales que surgían de algún recóndito lugar bajo tierra. Eran los cánticos de algún culto antiquísimo, recitando en un idioma innombrable la letanía que invocaba a algún horror ancestral. Comprendí que me hallaba en el centro de un oscuro ritual y que la inminencia del mal se cernía sobre mí.

Desperté sobresaltado en mi cama, empapado en sudor frío. No estaba seguro de qué había sido real y qué pesadilla. Salí a la calle buscando respuestas, pero solo encontré más locura...

Mis vecinos yacían desperdigados en las aceras, presas de espasmos y temblores. Balbuceaban frases inconexas, sollozaban y reían con carcajadas enloquecidas que helaron mi sangre. Sus rostros demacrados ya no parecían humanos, más bien máscaras dementes con miradas perdidas. Se mesaban los cabellos arrancándoselos a tirones, como poseídos por fuerzas invisibles.

Aterrado, me oculté en la biblioteca y atranqué la puerta. Rodeado de textos, intentaba recordar cuando Villa Umbra era un pacífico pueblo feliz. Pero los recuerdos se turbaban, las ideas se confundían en mi mente febril. Las palabras en las páginas mutaban ante mis ojos, transformándose en símbolos arcanos indescifrables.

Perdí la noción del tiempo en aquel encierro claustrofóbico. Solo me aventuraba al exterior cuando el hambre vencía al miedo. En esas breves e inquietantes incursiones, los pobladores parecían cada vez más sumidos en la locura. Sus ojos desorbitados y vitreos reflejaban mundos oscuros e infernales que yo no podía ni imaginar.

Cada noche, nuevas pesadillas me atormentaban. En ellas, el pueblo entero sucumbía a ritos oscuros, invocando a entidades demoníacas surgidas de abismos olvidados. Los niños eran sacrificados en un bosque maldito de árboles retorcidos. Los muertos salían de sus tumbas, convocados por algún antiguo demonio olvidado. Yo contemplaba todo sin poder moverme, mientras cuervos de ojos rojos devoraban mis entrañas y las sombras susurraban: "pronto serás uno de nosotros..."

Hoy estoy seguro de haberme vuelto loco también. Mientras escribo con mano temblorosa, oigo voces susurrantes provenientes de todos los rincones. Dicen que esta noche las puertas del infierno se abrirán para reclamar al pueblo entero como suyo.

El sol se ha puesto y la luz mortecina que se cuela por las rendijas pronto se extinguirá. Enciendo una vela con dedos trémulos, pero las sombras bailan amenazantes a mi alrededor, extendiendo sus garras.

Un viento helado recorre los pasillos de la biblioteca ululando entre los estantes. Los libros se agitan violentamente en los anaqueles, como si fuerzas innombrables intentaran escapar de sus páginas encuadernadas en piel.

De pronto, los cristales de las ventanas estallan hacia adentro en mil añicos. Los graznidos frenéticos de los cuervos inundan la estancia. A través de los vidrios rotos, veo las siluetas de mis antiguos vecinos aproximarse con movimientos espasmódicos, como títeres de una voluntad oscura.

Sus rostros son apenas reconocibles. La piel, cubierta por símbolos monstruosos trazados con algún líquido negro de origen siniestro. Los ojos totalmente blancos, vueltos hacia arriba, como poseídos por alguna presencia diabólica surgida de las mismas tinieblas.

Tropiezan torpemente entre los estantes, tirando todo al suelo, acorralándome. Balbucean palabras ininteligibles con voces cavernosas y guturales. Se abalanzan sobre mí entre alaridos inhumanos, como una jauría...

Siento sus uñas afiladas desgarrando mi carne, dientes podridos desgajando mis huesos. El dolor es sobrecogedor, insoportable, pero pronto se transforma en éxtasis. Mis gritos se convierten en carcajadas descontroladas. Noto como una oscura e innombrable presencia se apodera de mi cuerpo, inundando cada fibra de mi ser. Mi conciencia se desvanece, reemplazada por el caótico vacío de la posesión demoníaca...

Ya no soy yo mismo, sino un títere para voluntades abismales más allá de la comprensión humana. Mis ojos en blanco solo reflejan mundos de pesadilla mientras mi boca pronuncia palabras arcanas en lenguas infernales olvidadas. Mis movimientos adquieren contorsiones antinaturales, mis dedos se tuercen en garras corrompidas. He sido transformado en un portal abierto, un médium para la encarnación de horrores venidos de eones...

La noche eterna se cierne sobre el pueblo maldito, y los gritos de éxtasis loco resuenan entre las ruinas. La puerta ha sido abierta, y los demonios han regresado para reclamar lo que es suyo.

Finalmente lo entiendo todo. La verdad abriéndose paso en las tinieblas de mi mente enferma. No hay salvación posible. Debemos rendirnos al caos que nos llama.

Me uno a las convulsiones y espasmos de la horda demente. Danzamos alrededor de una hoguera en la plaza del pueblo, a los pies de una estatua con cuernos y facciones grotescas. Arrojamos los libros como ofrenda a las llamas. Celebramos el fin de toda cordura y razón.

De las llamas surge el “Ángel”, una entidad enorme y deforme con miembros huesudos y alas corroídas. Sus ojos ardientes, inyectados en sangre, escudriñan a todos mientras esboza una sonrisa mostrando colmillos amarillentos. En un idioma antiguo, proclama ser el salvador, anunciando que nos entregará como ofrenda a los demonios redentores para calmar su ira.

Bajo su mirada penetrante, somos forzados a danzar frenéticamente mientras el Ángel araña nuestros cuerpos y lame la sangre que brota de las heridas. Recitamos el cantico prohibido, invocando a los ancestros del caos para la batalla final contra los cielos. Cuando culmina el sacrificio, solo queda un enorme charco humeante de sangre y restos, testigo de nuestra entrega a fuerzas oscuras.

El Ángel, proclamando nuestro triunfo, se eleva hacia la luna roja entre nubes de tormenta. El fin se aproxima, y los abismos se preparan para regurgitar sobre la tierra. Nos consideramos los elegidos, destinados a presenciar el advenimiento del Ángel Exterminador el Ángel Redentor.

Su figura infernal se erige de las cenizas de la fogata, a los pies de la estatua con cuernos, mirándonos con ojos centelleantes y una sonrisa regocijada. Ha venido a liberar nuestra locura, para que podamos retornar al seno del caos del cual fuimos desterrados.

Postrados de rodillas ante la estatua, le ofrecemos nuestros cuerpos y almas como sacrificio al Ángel. Su abrazo ardiente nos envuelve, fundiendo nuestra carne y huesos en una masa sanguinolenta y deforme. Mientras nuestros restos aún palpitantes se consumen en las llamas, éxtasis demoníaco se apodera de nuestras mentes disgregadas.

Uno a uno, caemos convertidos en cenizas, ante la mirada regocijada del Ángel y la estatua con cuernos. Nuestras almas corrompidas, finalmente liberadas de los grilletes de la cordura y la razón, entonan cánticos frenéticos mientras son arrastradas a los abismos para toda la eternidad.

Las ruinas de Villa Umbra arden toda la noche, iluminando el triunfo absoluto de la bendita locura sobre la débil racionalidad humana. Al amanecer, solo queda un páramo humeante y estéril, con la estatua infernal erguida sobre las cenizas.

En las entrañas del infierno, nuestros restos calcinados aún palpitan con vida sobrenatural. Hemos renacido como emisarios del caos que pronto asolará el mundo. Somos la vanguardia de la gran legión abisal, y nada detendrá nuestra cruzada de locura y destrucción.

¡Ay de los vivos! Pronto aullaremos a las puertas de sus frágiles mentes, anunciando el advenimiento de la noche eterna. La antorcha de Villa Umbra ilumina el camino que hemos de recorrer, un sendero de ruina que consumirá al mundo entero.

¡Gloria al Ángel! ¡Gloria al caos!

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